jueves, 30 de julio de 2009

martes, 28 de julio de 2009

Grushenka


Por un anónimo autor ruso del siglo XVIII

De pronto, una idea le cruzó la cabeza: ¿no decían todos que Grushenka era igual que ella, no sólo de cuerpo, sino también de cara? Se murmuraba que eran como gemelas, que nadie sabía quién era quién. De ser cierto, Grushenka podría ocupar su lugar en la cama de su esposo.

Esa idea era tan atrevida, tan excitante, que Nelidova tuvo que llevarla inmediatamente a la práctica. Ordenó que compareciera Grushenka, que las vistieran a las dos con ropas idénticas y las peinaran del mismo modo. Entonces mandó llamar a unas cuantas sirvientas del sótano y una de ellas preguntó cuál era la princesa. Las sirvientas estaban inquietas, temían equivocarse; trataron de evitar una respuesta directa y acabaron señalando al azar, acertando tantas veces como se equivocaban. ¡Era perfecto! Bastaba que la princesa enseñara a Grushenka cómo debía portarse con el amo.

Despidió a todas las sirvientas, incluyendo a sus doncellas, y se encerró en su dormitorio con Grushenka. La mandó arrodillarse y jurar solemnemente que jamás la traicionaría. Le confió su plan y ensayó hasta el último detalle las distintas sesiones amorosas. Cuando se desnudó Grushenka, se reveló un obstáculo: Grushenka estaba todavía afeitada; no quedaba más que esperar hasta que el vello le creciera. Por lo tanto, todo estaba decidido. Mientras esperaba, Grushenka pasó muchas tardes aprendiendo cómo debería portarse durante las sesiones amorosas, y Nelidova aprovechó también para fijarse detenidamente en todos los detalles mientras estaba con su marido. Estaba segura de que todo saldría bien. El dormitorio del príncipe sólo estaba alumbrado por un cirio situado en un rincón de la cama y por una vela delante del icono. Tan poca luz no le permitiría detectar diferencias entre Nelidova y Grushenka, aun cuando no hubieran sido tan parecidas.

Hay que señalar algo respecto a aquellos ensayos confidenciales entre las dos jóvenes: empezaron a sentir simpatía recíproca. La princesa no había pensado nunca anteriormente en Grushenka más que como en una sierva. Ahora, la necesitaba; le había ordenado que ocupara su lugar. Pero Grushenka podía decirle la verdad al amo, y la catástrofe habría sido total. Por lo tanto, la princesa se mostró amable con la muchacha, charló con ella y trató de descubrir su carácter. Se sintió cautivada por el encanto y la sencilla confianza de Grushenka. Por otra parte, Grushenka se enteró también de que la princesa era desgraciada, que no tenía confianza en sí misma, que había tenido una juventud muy difícil, que anhelaba afecto y que su conducta brutal no se debía a la maldad, sino a la ignorancia.

Grushenka se convirtió en doncella de su ama; siempre estaba junto a ella, fue confidente de sus asuntos amorosos y compañera de largas horas en días sin fin. No se le aplicaba nunca el látigo, no la reñían y dormía al lado del cuarto de su ama; se convirtió en algo así como una hermana menor.

Una vez que hubo crecido el vello de Grushenka (lo examinaban diariamente), llegó el día en que un sirviente anunció que su alteza esperaba la visita de su esposa. Grushenka se calzó las zapatillas azules, y ambas mujeres cruzaron las habitaciones que las separaban del cuarto del amo. Grushenka entró mientras Nelidova, con el alma en vilo, miraba por una rendija de la puerta. El príncipe acababa de regresar de una partida de cartas; había bebido mucho y se sentía cansado y poco lascivo. Grushenka le cogió la verga con la mano, la manejó con firmeza, montó a caballo y metió el aparato en su conducto. Durante mucho rato el hombre no pudo llegar al climax porque había bebido mucho, pero ella sí lo consiguió dos o tres veces (llevaba mucho tiempo sin contacto sexual); por fin, él gimió, meneó las nalgas y acabó. Ya tenía bastante para el resto de la noche y la mandó a su cuarto con una palmada en las nalgas.

Nelidova se llevó a Grushenka a la cama. Estaba excitada, alegremente excitada, pero Grushenka estaba muy tranquila. Había llevado la tarea a cabo sin vacilar, pues quería ayudar a su ama. Era su deber; en cuanto a lo demás, no era de su incumbencia. Nelidova abrazó y besó a la muchacha y, excitada por el encuentro amoroso que acababa de presenciar, llamó a dos doncellas para que las besaran a ella y a su amiga (lo dijo por primera vez) entre las piernas.

Así fue cómo Grushenka pasó a ser esposa del amo en lo que a la cama se refiere. Las primeras veces Nelidova la acompañó hasta la puerta y se quedó mirando. Después, permaneció en la cama hasta el regreso de Grushenka y, finalmente, dejó de preocuparse por el asunto. Cuando llegaba el sirviente para avisar que el instrumento del amo estaba listo (éste era el mensaje), Nelidova anunciaba que en seguida iría, y Grushenka, que estaba tumbada en la cama del cuarto contiguo, se levantaba, iba a ver al príncipe, llevaba a cabo su tarea, se lavaba y volvía a la cama.

Hasta entonces Nelidova había satisfecho los caprichos de su esposo a pesar de su repugnancia. Ahora encontraba gran satisfacción con los moderados embates de Gustavus, mientras Grushenka tenía que contar con la vara corta pero gruesa del amo.
Grushenka nunca había conocido gente de la alta sociedad, por lo tanto la rudeza del príncipe no la escandalizaba. Por el contrario, su fuerza brutal y su inmensa vitalidad la cautivaban y le hacían olvidar la repulsión que podía haberle causado su barriga. Le gustaba su cetro; no sólo le daba masajes, sino que lo acarició, lo besó y acabó metiéndoselo entero en la boca.

Alexei creyó al principio que quería algún regalo, tal vez una de sus propiedades o un testamento a favor suyo. Pero, al ver que no le pedía nada, sintió el placer de tener una esposa tan llena de pasión, refinada y amorosa. Grushenka estaba mucho más a gusto con él de lo que Nelidova lo estuvo jamás. La princesa solía intentar siempre apartarse con agresividad cuando tomaba posesión de su cuerpo con las manos. Pero ahora la verga del príncipe se ponía tiesa antes de que Grushenka llegara a la cama, y ella se sentaba encima de él antes de que pudiera tocarla con las manos. Además, hacía el amor con tanto apasionamiento, que no le importaba que él le pellizcara los pezones mientras tenía su aparato dentro de ella. Durante el intermedio, él la felicitaba burlonamente por su temperamento recién descubierto, pero apenas la tocaba, esperando que volviera ella a apoderarse de su instrumento.

A veces, ella se tumbaba entre sus piernas, levantándole las nalgas con una almohada, y besaba con intenso ardor sus bolsas de amor. Su fuerte olor y el de su fluido le hacían aletear la nariz. Se estremecía entera, se excitaba mucho y disfrutaba restregándose las piernas. Se resistía a subirse y montarlo; quería llevarlo al clímax con sus labios, bebiéndose su líquido, pero él jamás lo permitió.

A veces, Nelidova observaba la escena por pura curiosidad, celosa de ver que la muchacha disfrutaba tanto. Después la pellizcaba y la regañaba por algo, y entonces volvía a besar la boca de la joven, le lamía los labios y los dientes porque se contagiaba de la excitación sexual que se había apoderado de Grushenka. A veces, decidía que ella misma iría con su esposo, pero a última hora cambiaba de opinión y se iba con su amante. Si no lo tenía cerca, ordenaba que una de sus doncellas satisfaciera su capricho.

jueves, 23 de julio de 2009

Hablando de... eso


La relación más indescriptiblemente morbosa que jamás he experimentado con una mujer ha sido con María, a pesar de que jamás llegué a practicar el sexo con ella. Era lo que normalmente se conoce como una mujer de bandera, aquella que invariablemente atrae la atención de todos los hombres: alta, rubia y de ojos verdes, su pecho, tal vez excesivamente pequeño, era lo único que separaba a su cuerpo de la perfección, del mismo modo que aquella adorable nariz tan afilada era la única responsable de que sus facciones no se ajustaran al canon de belleza ideal.

Mi atípica relación con ella fue el fruto de la confluencia de dos factores que hoy difícilmente podrían repetirse. Por un lado, la conocí en un momento de mi vida en el que ya sabía que el mejor modo de aproximarse a una mujer como aquella era resultar completamente distinto a los demás. Es decir, era muy consciente de que una fémina con un físico tan espectacular no se sentiría halagada por decirle lo guapa que era, pues eso era algo que ya sabía de sobra, del mismo modo que, desde un principio, tampoco traté de ligar abiertamente con ella, pues eso hubiera sido predecible.

Sin embargo, al mismo tiempo también fui tan ingenuo como para pensar que convirtiéndose en su mejor amigo más tarde podría lograr algo más, cuando, en realidad, lo único que conseguí fue ser clasificado mentalmente dentro de ésa categoría de especimenes sexualmente neutros e intelectualmente estimulantes, en los que se puede confiar. En definitiva, mi asimétrica relación con ella me hizo comprender por qué es tan fácil encontrar a tantos homosexuales que disfrutan de la compañía de hembras semejantes y, sobre todo, que en cuanto una mujer te dice que eres un caballero, tienes que olvidarte de cualquier pretensión sexual hacia ella.

En realidad, todo fue un error de concepto: si alguien escribió eso de que “cuanto más cerca del peligro, más lejos del daño”, hoy yo podría añadir que la proximidad física a un objetivo no significa que éste se encuentre realmente a tu alcance, pues, en ocasiones, aquello que puede parecer un atajo, más bien resulta un callejón sin salida. O, al menos, hoy sé que estar sentado junto a una mujer de una belleza cautivadora, hablando de sexo hasta altas horas de la madrugada, a tan sólo un par de metros de su dormitorio, no significa acabar en él practicando todo aquello de lo que se habla. En fin, lo cierto es que con María sólo logré convertirme en una especie de confesor personal, gracias a lo cual pude conocer muchos detalles de su vida íntima, junto a otro tipo de historias, bastante más sórdidas y morbosas.

Recuerdo una tarde en la que me llamó por teléfono. Acababa de ducharme y me había puesto ropa de andar por casa, cuando me recosté sobre el sofá para descolgar el aparato. Mi amiga parecía bastante indignada a causa de algo que le había ocurrido aquella misma mañana, un deslumbrante día de agosto en el que Eva y ella habían decidido acompañar a su madre a la playa del Sardinero.

Eva era su hermana pequeña, una copia de sí misma ocho años más joven, en un momento en que sus incipientes formas femeninas comenzaban a manifestarse exultantemente. Se trataba de ésa clase de chicas que, cuando uno las ve por la calle, inmediatamente te hacen sentir nostalgia de tu adolescencia perdida, ése momento de tu vida en el que cuerpos como aquel aún estaban moralmente a tu alcance y constituían un auténtico misterio por descubrir. Por su parte, su madre era una señora simpática y vivaracha; muy guapa, aunque sólo despertaba en mí ese reverencial respeto que todo joven ha de sentir ante una matrona de clase media.

Al parecer, cuando subieron al autobús, la más joven de las tres decidió sentarse junto a su madre, por lo que María tuvo que hacerlo en un solitario asiento próximo a la puerta de salida. Mientras el autobús iba, poco a poco, llenándose de gente, su hermana comenzó a hablarle del campamento de verano al que iba acudir un par de semanas después en Liébana.

Al cabo de un rato, María vio subir a un desconocido. Era rubio, alto y de aspecto nórdico: obviamente un turista extranjero. En otras circunstancias, posiblemente le hubiera encontrado atractivo, pero su mirada irradiaba una indefinible insolencia que le resultó bastante desagradable. Al igual que la mayor parte de los viajeros, a causa del calor veraniego tan sólo vestía una camiseta de manga corta y un bañador.

Sin prestarse mutua atención, el turista se situó de pie frente a ella, agarrándose a la barra de la puerta para no caerse, mientras observaba distraídamente el paisaje que desfilaba a través de la ventanilla. El autobús empezaba a encontrarse atestado de viajeros y, para entonces, Eva le contaba diversas anécdotas acerca de su grupo de amigas… en el mismo momento en que, hacia el margen izquierdo de su visión, María se percató de que el pene del rubio extranjero iba cobrando forma, a medida que se hinchaba lentamente a pocos centímetros de su cara. Sin lugar a dudas –me aseguró, aún conmocionada-, aquella era la verga más grande que jamás había visto, y a medida que sus formas se iban definiendo claramente bajo el bañador, su hermana, girada sobre su asiento y ajena a todo ello, continuaba exponiéndole entusiasmada sus planes para el verano...

Relato completo en PDF

lunes, 20 de julio de 2009

Sexo para uno


Por Betty Dodson

Aunque venga de un amante, una bañera, un osito de peluche, un dedo, una lengua o un vibrador, un orgasmo es un orgasmo. Mis rituales de orgasmo, al principio, eran muy sencillos. Tardaba alrededor de diez minutos en tener uno, y luego lo dejaba. Sólo me concentraba en las sensaciones de mi cuerpo. Poco a poco empecé a tomarme más tiempo y a ser mejor amante. Tardaba más en correrme, porque paraba de repente para crear más tensión sexual antes de llegar al orgasmo. Luego empecé a imaginar situaciones eróticas, con lo que mis orgasmos mejoraron mucho. Para desarrollar una fantasía, primero intentaba recordar alguna buena experiencia sexual que hubiera tenido. También leía libros sobre el sexo, o sobre el arte del sexo, y miraba revistas porno que me gustaran.

Lo solía hacer con el dedo; me lo metía en la vagina para humedecerlo y, a veces, con otro dedo me tocaba el clítoris. Siempre era un verdadero placer. Una noche lo hice mientras me miraba en un espejo con aumento. Era fabuloso, casi como ver una película erótica en una mini-pantalla. Fui adquiriendo cada vez más estilo en la manera de hacerlo. Veía como mis labios vaginales se ponían de un color rojo oscuro y mi clítoris se hacia más grande por momentos. Me hacía un masaje interno con tres dedos, lo que aumentaba la lubricación, y mis jugos sexuales brillaban a la luz. Al final movía la mano tan rápido que la veía borrosa justo antes de correrme. Cuando llegaba al orgasmo, se me cerraban los ojos y se acababa el espectáculo, como cuando se cierra el telón en el teatro.

Al principio nunca tenía más de un orgasmo cuando me masturbaba. Mi clítoris siempre estaba demasiado sensible justo después de tener uno. Un domingo por la tarde, cogí una vela blanca, le di la forma de un precioso pene y me la metí mientras me tocaba el clítoris. Después de tener un orgasmo considerable, todavía tenía marcha, pero estaba demasiado sensibilizada para hacerlo otra vez. De repente se me ocurrió que podía intentar respirar de la misma manera que se les enseña a las mujeres para soportar el dolor en un parto natural. Empecé a hacerlo para poder tolerar más placer, y descubrí que lo podía hacer si me tocaba con más suavidad, En poco tiempo desapareció la hipersensibilidad y estaba a punto de tener otro orgasmo. En vez de parar y aguantar la respiración, a partir de entonces respiraba más fuerte para soportar la sensación. Lo que antes me parecía dolor ahora me parecía una nueva forma de placer.

Más adelante empecé a hacer un ejercicio con el que aprendí a controlar las sensaciones de mi cuerpo. Después de un baño caliente, o de una sauna, me metía en agua fría. Al principio me horrorizaba la idea. Siempre había evitado los dos extremos, porque ambos eran demasiado intensos. Pero, en realidad, era una sensación fantástica que estimulaba la circulación y los sentidos. El espacio que existe entre la idea y la acción es la inhibición. Mi capacidad para moverme por ese espacio estaba en relación directa con mi deseo de encontrar placeres nuevos.

Lanzarme al placer se me hacia cada vez más fácil. A finales de los años sesenta tuve el primer orgasmo con un vibrador. Pero no era un vibrador de verdad, sino un aparato para darse masajes en la cabeza que Blake tenía. Una noche me pregunto si me apetecía que me diera un masaje, y empezó a dármelo por la cabeza. Era fantástico. Poco a poco bajó la mano hacia el resto de mi cuerpo, y me empezó a latir el corazón cada vez más fuerte. Pegué un salto cuando noté os movimientos rápidos de su mano sobre mi clítoris. Era un placer tan intenso que no pude evitar sujetarle en brazo. Me preguntó si quería que lo dejara, y le contesté que no. Respiré para disfrutar bien de la sensación, y después de tres orgasmos maravillosos sentía que había entrado en otra dimensión.

Entonces me compré un aparato como el de Blake. Se sujetaba con la mano y hacia que los dedos vibraran con rapidez. Me ponía el dedo sobre el clítoris y en resultado era fantástico; además, casi no hacia ruido. Me corrí enseguida, pero no pude seguir porque el vibrador se había calentado demasiado, y no era nada divertido jugar con un juguete que estaba tan caliente que no se podía tocar.

A principios de los setenta, salió al mercado un nuevo aparato eléctrico para dar masajes. Era un cilindro muy grande que hacía el mismo ruido que un camión cuando va en segunda. El mango media unos veinte centímetros y tenía una cabeza de siete centímetros. Cuando se lo enseñé a mis amigas por primera vez, casi, se desmayan, hasta que les expliqué que no era para metérselo dentro. Toda esta maquinaria estaba pensada para hacer vibrar a mi dulce clítoris. Fue el principio de un romance apasionado con un aparato al que puse el nombre de Mack, el forzudo. (Una amiga mía se compró uno enseguida, y le llamó Pierre, el suertudo.)

Al principio lo usaba sobre todo para el cuello y los hombros, como indicaban las instrucciones. Tardé algún tiempo en aprender cómo se podía dirigir toda esa energía hacia el placer sexual. Una noche, Mack y yo sorprendimos a mi clítoris debajo de una toalla doblada. Ocurrió justo lo que me temía —¡fue un éxtasis inmediato! Estaba abrumada por el placer. Además se podía regular la velocidad. Podía tener unos orgasmos increíbles sin que Mack se calentara demasiado.

Ahora, mirando hacia atrás, me parece que hubo un momento en el que mis sentimientos por Mack casi se convierten en amor. Compré varios y se los presté a mis amigas, para no tener que compartir el mío. Terminé comprándolos por cajas cuando empecé con las Terapias, hasta que un día descubrí que Mack, el forzudo, ya no se fabricaba. Creí que el gobierno estaba siguiendo una política de reducción de orgasmos. Sin embargo, Dios aprieta pero no ahoga, porque pronto apareció otro aparato que daba masajes. Era más bonito y más fino, y tenía un motor que ronroneaba como un gato.

Cuando llegaba a casa, siempre estaba esperándome mi fiel Pandora para darme unas horas interminables de placer. Nunca le dolía la cabeza, ni estaba demasiado cansada para hacerme caso, y no le importaba que de vez en cuando me apeteciera hacerlo con gente. Lo que me salvó de empezar a tomarme en serio nuestra relación fue analizar cuidadosamente los inconvenientes de Pandora: mucho ronroneo, pero nada de conversación, y siempre tenía que ser yo la que llevara la voz cantante. Pero quería a mi vibrador tal y como era: un juguete maravilloso que transmitía buenas vibraciones.

Seguí teniendo relaciones sexuales con mis amantes y dejé de pensar que me iba a volver adicta al vibrador. También dejé de preocuparme porque se me iba a estirar el clítoris y porque me iba a volver poco sociable. Nunca pasó nada de eso. Era mucho menos sociable cuando era adicta al amor. En aquella época, lo que empezaba como algo placentero se convertía enseguida en dolor, a medida que me iba obsesionando con la persona a quien quería. Nunca he estado obsesionada con un vibrador. Mi experiencia con otras adicciones me ha enseñado que el dolor y la frustración hacen que se cree una fijación. Era como un conejillo de indias: los que están condicionados por el dolor siguen siempre el mismo camino, mientras que los que están condicionados por el placer buscan nuevas aventuras.

Hasta finales de los setenta sólo utilizaba un vibrador para mis rituales de masturbación. Luego empecé a hacer experimentos con la penetración. Me ponía algo en la entrada de la vagina mientras me estimulaba el clítoris con el vibrador. Hacía una penetración lenta y sensual apretando y relajando los músculos. Justo antes de correrme hacía fuerza con las piernas para sujetar lo que fuera que tuviera dentro. Sujetaba el vibrador con las dos manos a la vez que ponía tensas las nalgas y me dejaba llevar.

Me encantan los pequeños orgasmos que tengo cuando me tomo un descanso sexual de un cuarto de hora. Me dan energía y descargo la tensión. También me gusta el otro extremo, unos orgasmos maravillosos después de un ritual de dos horas. Me voy excitando y luego lo dejo para estar al borde el mayor tiempo posible. Utilizo los movimientos del cuerpo, todas las formas de respirar y todos los pensamientos eróticos de mi repertorio. Me someto por completo al hedonismo. He reído, llorado y gemido mientras intentaba alcanzar el más grande de los orgasmos. Después de tener dos o tres, me quedo como traspuesta, disfrutando del placer. Sigo vibrando y temblando, pero ya sin ningún interés en tener otro porque estoy más allá del orgasmo, en un estado de éxtasis que puede durar hasta diez minutos. Luego vuelvo lentamente a la tierra otra vez.

lunes, 13 de julio de 2009

jueves, 9 de julio de 2009

Lolita


Vladimir Nabokov

Lolita me contó cómo la habían pervertido. Mientras comíamos desabridas bananas harinosas, duraznos magullados y apetitosas patatas fritas, die Kleine me lo dijo todo. Su relato voluble e inconexo fue comentado por más de una moue cómica. Como creo que ya he observado, recuerdo especialmente una mueca torcida sobre la base de un «¡Uf!»: la boca estirada como caramelo chirle, los ojos blancos, en una consabida mezcla de jocosa repulsión, resignación, y tolerancia ante la flaqueza infantil.

Su asombroso relato empezó con una mención inicial de su compañera de tienda, en el verano anterior, en otro campamento, un lugar «muy selecto», como observó. Esa camarada («una verdadera holgazana», «medio loca», pero «una chica muy bien») la adiestró en diversas manipulaciones. Al principio, la leal Lolita se negó a decirme su nombre.

—¿Fue Grace Angel? –pregunté.

Sacudió la cabeza. No, no era ella, era la hija de un gran borracho. El pa...

—¿Fue acaso Rose Carmine?

—¡No, claro que no! Su padre...

—¿Fue Agnes Sheridan, entonces?...

Lolita tragó y sacudió la cabeza. Después tomó la ofensiva:

—Oye, ¿cómo conoces a todas esas chicas?

Se lo expliqué.

—Bueno, algunas eran bastante malas en el colegio, pero eso no... Si quieres saberlo, se llamaba Elizabeth Talbot. Ahora va a una escuela privada, la muy presuntuosa... Su padre es empresario.

Con una curiosa punzada recordé la frecuencia con que la pobre Charlotte solía deslizar en su conversación pormenores tan elegantes como: «El año pasado, cuando mi hija partió en excursión con la hija de los Talbot...»

Quise saber si su madre conocía esas diversiones sáficas.

—¡Dios, no! –exclamó Lo, imitando temor y alivio y llevándose al pecho una mano agitada por un temblor falso.

Pero yo estaba más interesado en sus experiencias heterosexuales. Lolita había ingresado en el sexto grado a los once años, poco después de trasladarse a Ramsdale desde el oeste. ¿Qué significaba eso de «bastante malas»? Bueno, las hermanas Miranda habían dormido en la misma cama durante años, y Donald Scott, el muchacho más bruto de la escuela, había hecho cosas con Hazel Smith, en el garaje de su tío y Kenneth Knight –el más inteligente– solía exhibirse cada vez que se le presentaba la ocasión, y...

—Volvamos al campamento –dije.

Y al fin escuché toda la historia.

Bárbara Burke, una rubia fornida dos años mayor que Lo y la mejor nadadora del campamento, tenía una canoa muy especial que compartía con Lo «porque además de ella yo era la única que podía llegar a la Isla del Sauce» (alguna prueba de natación). Durante el mes de julio, todas las mañanas –repara bien en ello, lector: cada dichosa mañana...– Charlie Holmes ayudaba a Bárbara y Lo a llevar el bote a Onyx o Eryx (dos lagos pequeños, entre los bosques). Charlie era el hijo de la directora del campamento, tenía trece años y era el único varón humano en un par de millas a la redonda (salvo un viejo operario cansino y sordo como una tapia y un granjero que aparecía a veces en un Ford destartalado para vender huevos en el campamento, como todos los granjeros). Todas las mañanas, pues, oh lector mío, los tres niños tomaban un atajo a través del inocente y hermoso bosquecito, vibrante de todos los emblemas de la juventud, rocío, cantos de pájaros, y en un lugar determinado, entre el profuso sotobosque, Lo oficiaba de centinela mientras Bárbara y el muchachito se abrazaban tras un matorral.

Al principio, Lo se negó a «probar cómo era la cosa», pero la curiosidad y la camaradería prevalecieron, y muy pronto ella y Bárbara lo hicieron sucesivamente con el silencioso, rudo y tosco aunque infatigable Charlie, que tenía tanto atractivo como una zanahoria cruda. Si bien admitía que era «bastante divertido» y «bueno para la piel», me alegra decir que Lolita tenía el mayor desdén por las maneras y la mentalidad de Charlie. Por lo demás, su temperamento no había sido excitado por ese asqueroso demonio. Al contrario, creo que lo había embotado, a pesar de lo «divertido» de la cosa.

Ya estaban a punto de dar las diez. Al mermar mi deseo, una pálida sensación de horror suscitada por la opacidad real de un gris día neurálgico se apoderó de mí y zumbó en mis sienes. Tostada, desnuda, frágil, Lo, volviendo hacia el espejo su cara demacrada, se irguió con los brazos en jarra, los pies (calzados en zapatillas nuevas con ribete de marabú) apartados, y a través de la cortina de su pelo se dirigió a sí misma una mueca vulgar. Del corredor llegaron las voces arrulladoras de las criadas de color, y al fin hubo un débil intento de abrir nuestra puerta. Indiqué a Lo que entrara en el cuarto de baño y se diera el baño que necesitaba tanto. La cara era una mezcolanza espantosa, con detalles de patatas fritas. Lo se probó un deux-pièces marinero de lana, después una blusa sin mangas con una falda de mucho vuelo, a cuadros; pero el primer conjunto le iba demasiado apretado y el segundo demasiado amplio, y cuando le supliqué que se diera prisa (la situación empezaba a asustarme), Lo arrojó perversamente a un rincón hermosos regalos míos, y se puso el vestido del día anterior. Cuando al fin estuvo lista, le di un bolso nuevo de imitación becerro (en el cual había deslizado unas monedas) y le dije que se comprara una revista en el vestíbulo.

martes, 7 de julio de 2009

El refugio de montaña


Llegamos al refugio cuando casi ya había anochecido, completamente empapados y ateridos por el frío: la tormenta nos había sorprendido a mitad del camino, por lo que tuvimos que aumentar el ritmo de la marcha. Joaquín me había asegurado que la caminata iba a ser muy fácil y, efectivamente, en un principio ésta tan sólo consistió en una leve ascensión de apenas diez kilómetros hasta lo alto que aquella pequeña montaña, a lo largo de un camino que serpenteaba a través de los robledales. Pero, apenas una hora y media después de iniciada, aquel agradable paseo se había convertido en un auténtico infierno de barro y agua helada cayendo torrencialmente sobre nuestras cabezas.

Aunque al principio Sofía se mostró reacia a dormir en aquel lugar, rodeada de bichos, he de reconocer que yo insistí tanto que finalmente no le quedó más remedio que acceder. Cuando atisbamos la pequeña figura del refugio de montaña, ambos apretamos el paso, con una sonrisa en los labios y el corazón martilleando en el pecho. Nada más llegar, descubrimos una débil luz anaranjada escapándose entre las rendijas de las contraventanas, y que la puerta cerrada. Comencé a aporrearla con frustración mientras intercambiábamos una mirada de inquietud. En aquel momento, resonó un trueno y el destello del relámpago iluminó siniestramente el exterior de aquel diminuto edificio de piedra.

La tormenta se nos echaba encima.

Para nuestro alivio, justo en ese momento la puerta finalmente se hizo a un lado con un chirrido metálico e inmediatamente nos precipitamos hacia el interior, sin tan siquiera prestar atención a quién nos abría. El refugio tan sólo constaba de una pequeña estancia, y un tosco muro de ladrillo la separaba de una destartalada leñera. En una modesta chimenea crepitaba un fuego que desprendía un agradable calor, iluminando con su oscilante luz anaranjada cuatro sencillas paredes repletas de pintadas. Sobre el suelo empedrado yacían desperdigadas varias mochilas y sacos de dormir. Al fondo, envueltos en sombras, dos hombres nos observaban plácidamente sentados sobre unas esterillas.

Recuerdo que cuando entramos uno de ellos bebía una botella de cerveza, mientras el otro quemaba una piedra de hachís y la débil luz del mechero iluminaba sus facciones afiladas, de las que emanaba un oscuro e inquietante atractivo. Era bastante corpulento, una barba de cuatro días le otorgaba un aire descuidado y su largo cabello negro caía sobre los hombros cubiertos por una desgastada cazadora de cuero. Ambos nos observaron de pies a cabeza con curiosidad; no sé si fue el ambiente saturado de humo, o el verme sometida a aquel repentino escrutinio, lo que me mareó.

Al escuchar la puerta cerrándose a nuestras espaldas, me giré sobresaltada, sólo para descubrir a otro joven de raza negra en el umbral, cerrándonos el paso. Me sonrió mostrando unos dientes de un blanco deslumbrante, y tras ello no supe si imitarle o simplemente echarme a temblar.

El más corpulento de aquellos tres macarras dejó sobre el suelo su litrona y, tras incorporarse, nos hizo un ademán que pretendía ser cordial. “Menuda tormenta, ¿eh?” dijo irónicamente “Ha sido una suerte que no se os haya echado la noche encima. Sentaos, os haremos un sitio”.

Joaquín asintió con nerviosismo mientras se relamía los labios, resecos a pesar del aguacero. El aspecto de aquellos tres individuos no era precisamente tranquilizador, y su curiosidad iba acompañada de una cínica satisfacción. Pero tuve que reconocer que había algo seductor en la voz de aquel tío de treinta años.

Por un instante, mi pareja dirigió una discreta mirada hacia la puerta y pude leer sus pensamientos, pero ya no había marcha atrás: la perspectiva de salir de aquel lugar no era precisamente seductora. Tras hacer un vago gesto de agradecimiento, dejamos caer nuestras mochilas sobre el suelo y nos despojamos de los chubasqueros. Eché la capucha hacia atrás con aire cansino y desabotoné la prenda para dejarla a un lado, mientras la sonrisa de los tres sujetos se ensanchaba aún más.

La empapada camiseta de tirantes se había adherido al delgado torso de Sofía como una segunda piel, y su sujetador apenas podía ocultar la carnosa forma de sus pezones. Con el rostro aún congestionado por el esfuerzo y varios regueros de agua mezclada con su sudor cayendo por su cuerpo, había algo turbadoramente atractivo en su aspecto, como si acabara de realizar una maratoniana jornada de sexo.

“¿Cómo os llamáis?” nos preguntó el más corpulento de los tres. “Mi nombre es Joaquín y ella es mi novia Sofía” Dije, y al responder puse especial énfasis en estas últimas palabras, dejando bien claro ése punto. Pero aquel cabrón sonrió sin inmutarse: “Yo soy Rafa” respondió, recostándose de nuevo sobre su mochila, al parecer divertido. “Ellos son Tomás y Faisal”.

Nos sentamos frente a la chimenea para mudarnos de ropa, pero las miradas de nuestros inesperados compañeros no dejaban de permanecer fijas sobre mí. Sintiéndome sumamente incómoda, aún así me quité la empapada camiseta dejando mi torso desnudo a excepción de un sujetador blanco. El tamaño de mis pechos y los oscuros pezones, que se transparentaban a través de la húmeda prenda endurecidos por el frío, inmediatamente se convirtieron en el foco de atención.

Joaquín parecía furioso ante todas aquellas ojeadas indiscretas, pero cuando intercambió una dura mirada con Rafa, inmediatamente bajó la vista, intimidado ante la sombría expresión que descubrió en él. En algunas ocasiones mi novio me había parecido un tanto pusilánime, una imagen tal vez enfatizada por su aspecto delicado y extremada delgadez, pero cuando el hombre vestido de cuero extrajo una navaja de su bolsillo y comenzó a sacar punta a un pedazo de leña, por su expresión descubrí que más bien era un cobarde.

Mientras tanto, aliviada por dejar de ser momentáneamente el centro de todas las miradas, aproveché para ponerme apresuradamente un jersey, y a continuación, tapándome con una toalla, me despojé de los pantalones, para depositarlos frente al fuego con el fin de que se secaran. Por un instante, mis largas piernas quedaron completamente expuestas a la vista de los tres muchachos: no había dudas de que nuestros acompañantes estaban disfrutando del inesperado espectáculo.

“¿Queréis un trago?” me preguntó Rafa. Esbocé una expresión de asco ante la botella de ron que me ofrecía, pero, tras dudarlo un instante, decidí aceptarla. Joaquín me dedicó una mirada de reprobación cuando tomé un largo trago de aquel líquido ambarino, aunque lo cierto es que sentí una agradable calidez inundando mi interior, y a partir de entonces, la situación fue poco a poco volviéndose más distendida para mí. Subyugada por la seguridad en sí mismo que demsotraba aquel desconocido, su sonrisa me iba poco a poco hipnotizando.

Decidí dar algo de conversación a aquel trío de capullos, tratando de ganarme su confianza. Mientras calentábamos un par de latas en la lumbre y cenábamos algo, intercambié una sucesión de trivialidades con ellos, hasta que finalmente extendimos nuestras esterillas a un lado de la estancia y nos metimos en los sacos de dormir. Al parecer, los tres tipos debían de estar tan cansados como nosotros y, tras charlar brevemente entre ellos, decidieron imitarnos. La chimenea irradiaba una embriagadora calidez en el interior del refugio y apenas unos minutos más tarde ya estábamos completamente dormidos.

No obstante, al cabo de un rato me desperté al escuchar un débil ruido. El fuego se había consumido, y los rescoldos proyectaban una mortecina luz anaranjada sobre los cuerpos que yacían en el suelo. Tras abrir los ojos en la oscuridad, descubrí que Rafa se había tumbado junto a Sofía. Ella permanecía recostada dándole la espalda, pero aquel jodido macarra había introducido la mano en el interior de su saco y ahora la susurraba algo al oído. Más allá, Tomás se había incorporado sobre su codo para aproximarse a ella en silencio.
Cuando quise darme cuenta, Rafa acariciaba mis pechos de una forma entusiasta mientras me mordisqueaba el cuello, susurrándome obscenidades al oído. Aquel cabrón sabía hacerlo muy bien, e inmediatamente me sentí invadida por una creciente excitación. Podía sentir la rigidez de su verga presionando sobre mis nalgas a pesar de los sacos de dormir, y la agradable aspereza de su incipiente barba resbalando por mi cuello.

Luchando contra mi propio deseo, alcé la vista en busca de auxilio, pero Joaquín estaba recostado en su saco, con los ojos entrecerrados, fingiendo estar dormido. Por un momento, quise decirle algo así como “haz algo, imbécil”, pero él se había dado la vuelta y ahora permanecía inmóvil, con el rostro cubierto por la capucha del saco de dormir, tratando de aparentar que nada estaba pasando, en un patético intento de que así su honor permaneciera intacto. Aquella súbita cobardía tan sólo espoleó mi deseo, cada vez más fuerte, de abandonarme ante aquella situación.

Dejándome caer de espaldas, inmediatamente sentí cómo dos pares de manos se adentraban por la abertura de mi escote, explorando el interior de mi sujetador para amasarme con fuerza los pechos, recreándose en la creciente dureza de los pezones. Rafa había hundido su rostro en mi melena, para saborear la tierna piel de mi cuello, a la vez que su amigo Tomás magreaba mi cuerpo con avidez, y por puro despecho, me dejé llevar por todas aquellas contradictorias sensaciones, sabiendo que mi novio observaba la tórrida escena que estaba teniendo lugar.

Entonces Rafa se puso de rodillas frente a mí para despojarse de su camiseta, dejando al descubierto un torso hercúleo recorrido por media docena de tatuajes tribales. Cuando se bajó los pantalones, la luz ambarina que le iluminaba la espalda remarcó aún más las formas de sus nalgas, mientras que su miembro se recortaba a contraluz apuntándome directamente.

Al abrir de nuevo los ojos presa de la curiosidad, descubrí a Sofía a cuatro patas, desnuda de cintura para abajo, dispuesta a entregarse a aquel desconocido. Por un momento me quedé petrificado, sin saber muy bien qué hacer, asustado por la presencia de aquellos tres macarras, a la vez que mi novia gemía de placer cuando aquel hijo de puta comenzó a taladrarla. Una confusa avalancha de sentimientos se propagaron por mi interior en sucesivas oleadas: miedo, celos, indignación, morbo… Ahora Sofía jadeaba bajo las embestidas de aquel animal como una perra en celo, de un modo que jamás la había escuchado en toda mi vida.

Me sentí fascinado ante aquella voluptuosa transformación. ¿Qué había sido de la dulzura de aquella chica modosa que había conocido en el instituto? La oía murmurar “fóllame, cabrón”, una y otra vez, de una forma incansable, hasta crear una absurda cantinela carente de sentido. Una letanía lasciva, que repetía continuamente entre jadeos, imprimiendo a sus palabras el mismo ritmo que las embestidas que horadaban su interior. Cuando me disponía a salir del saco de dormir, decidido a hacer algo, sentí un cuerpo cayendo sobre mí al mismo tiempo que me retorcían el brazo.

Escuché un ruido sordo y a alguien murmurar a mi derecha: “Quieto ahí, es tu turno”. Y una áspera voz que añadió a continuación, con una risita burlona: “Este cabrón estaba pajeándose”. En la penumbra, pude distinguir a Joaquín a cuatro patas, como yo misma, mientras el negro lo sujetaba con una implacable presa para poder bajarle con violencia los pantalones. Todos sus intentos de zafarse resultaron inútiles, pues su agresor le superaba en más de veinte kilos de peso, por lo que, finalmente, mi novio tan sólo hundió su cara en el saco de dormir cuando el sonrosado glande del otro hombre comenzó a dilatar su esfínter.

Están violando a Joaquín, pensé al escuchar sus jadeos. Pero en aquel momento, la idea me resultó indescriptiblemente seductora. De algún modo, consideré que aquel brutal acto era el justo castigo por su cobarde abandono de hacía unos minutos. Sin embargo, invadida por la ternura, extendí mi brazo izquierdo a tientas y, al encontrar su mano, la aferré con fuerza sobre el suelo empedrado. Mientras los dos hombres bombeaban rítmicamente en nuestro interior, Rafa comenzó a hablarnos: “¿Has estado alguna vez en el trullo, Joaquín?” le preguntó, sin dejar de penetrarme. “No, supongo que no. Pues bien: allí descubres que sólo hay dos clases de hombres, los que dan y los que reciben. Y basta mirarte a los ojos para saber de qué clase eres tú”.

Mi novio yacía con la mejilla apoyada en el saco, sin dejar de mirarme, mientras el hombre de raza negra utilizaba egoístamente su culo para obtener un inmenso placer; la delicada palidez de su piel contrastaba con la del moreno. Súbitamente pensé que jamás había compartido con mi pareja un momento tan sórdido e íntimo al mismo tiempo. Le oía gemir a mi lado, como una niñita asustada, y al cabo descubrí cómo, poco a poco, iba ofreciendo cada vez más dócilmente su grupa a las implacables embestidas del negro.

Sofía continuaba a cuatro patas sobre el saco de dormir, cuando súbitamente el otro hombre le introdujo su polla en la boca y, aferrándola por las sienes, inició un rítmico movimiento de pelvis. No sé cuánto tiempo permanecieron aquellos dos pandilleros horadando a Sofía desde ambos extremos de su cuerpo, pero finalmente fue su tierna boca la que condujo a Tomás hasta el orgasmo. Éste se convulsionó de placer mientras derramaba el denso jugo de sus testículos en el interior de su garganta, y a continuación Rafa también alcanzó su climax entre gruñidos de placer, dejándose caer pesadamente sobre su espalda.

El negro abandonó por un momento el interior de Joaquín para girarle, colocándole de espaldas sobre el suelo. Tras agarrar sus tobillos con ambas manos, le levantó las piernas, abriéndolas de par en par hasta dejar expuesto el enrojecido orificio de su ano, para así continuar con la penetración. Joaquín aferró su propio miembro en erección y comenzó a friccionarlo frenéticamente, acompasando su ritmo a las salvajes acometidas del negro. Éste finalmente extrajo su verga oscura de entre las nalgas de mi pareja y comenzó a verter una sucesión de chorros de esperma sobre su pecho. Tal vez fue la candente sensación que le producía aquel líquido viscoso cayendo sobre su vientre lo que le condujo hasta el orgasmo: Joaquín comenzó a correrse entre violentos espasmos, y su semen blanquecino se mezcló con el de su amante a través de una interminable sucesión de descargas que parecían inagotables.

La tormenta duró dos días más, y durante todo aquel tiempo no pudimos abandonar el refugio.