martes, 7 de julio de 2009

El refugio de montaña


Llegamos al refugio cuando casi ya había anochecido, completamente empapados y ateridos por el frío: la tormenta nos había sorprendido a mitad del camino, por lo que tuvimos que aumentar el ritmo de la marcha. Joaquín me había asegurado que la caminata iba a ser muy fácil y, efectivamente, en un principio ésta tan sólo consistió en una leve ascensión de apenas diez kilómetros hasta lo alto que aquella pequeña montaña, a lo largo de un camino que serpenteaba a través de los robledales. Pero, apenas una hora y media después de iniciada, aquel agradable paseo se había convertido en un auténtico infierno de barro y agua helada cayendo torrencialmente sobre nuestras cabezas.

Aunque al principio Sofía se mostró reacia a dormir en aquel lugar, rodeada de bichos, he de reconocer que yo insistí tanto que finalmente no le quedó más remedio que acceder. Cuando atisbamos la pequeña figura del refugio de montaña, ambos apretamos el paso, con una sonrisa en los labios y el corazón martilleando en el pecho. Nada más llegar, descubrimos una débil luz anaranjada escapándose entre las rendijas de las contraventanas, y que la puerta cerrada. Comencé a aporrearla con frustración mientras intercambiábamos una mirada de inquietud. En aquel momento, resonó un trueno y el destello del relámpago iluminó siniestramente el exterior de aquel diminuto edificio de piedra.

La tormenta se nos echaba encima.

Para nuestro alivio, justo en ese momento la puerta finalmente se hizo a un lado con un chirrido metálico e inmediatamente nos precipitamos hacia el interior, sin tan siquiera prestar atención a quién nos abría. El refugio tan sólo constaba de una pequeña estancia, y un tosco muro de ladrillo la separaba de una destartalada leñera. En una modesta chimenea crepitaba un fuego que desprendía un agradable calor, iluminando con su oscilante luz anaranjada cuatro sencillas paredes repletas de pintadas. Sobre el suelo empedrado yacían desperdigadas varias mochilas y sacos de dormir. Al fondo, envueltos en sombras, dos hombres nos observaban plácidamente sentados sobre unas esterillas.

Recuerdo que cuando entramos uno de ellos bebía una botella de cerveza, mientras el otro quemaba una piedra de hachís y la débil luz del mechero iluminaba sus facciones afiladas, de las que emanaba un oscuro e inquietante atractivo. Era bastante corpulento, una barba de cuatro días le otorgaba un aire descuidado y su largo cabello negro caía sobre los hombros cubiertos por una desgastada cazadora de cuero. Ambos nos observaron de pies a cabeza con curiosidad; no sé si fue el ambiente saturado de humo, o el verme sometida a aquel repentino escrutinio, lo que me mareó.

Al escuchar la puerta cerrándose a nuestras espaldas, me giré sobresaltada, sólo para descubrir a otro joven de raza negra en el umbral, cerrándonos el paso. Me sonrió mostrando unos dientes de un blanco deslumbrante, y tras ello no supe si imitarle o simplemente echarme a temblar.

El más corpulento de aquellos tres macarras dejó sobre el suelo su litrona y, tras incorporarse, nos hizo un ademán que pretendía ser cordial. “Menuda tormenta, ¿eh?” dijo irónicamente “Ha sido una suerte que no se os haya echado la noche encima. Sentaos, os haremos un sitio”.

Joaquín asintió con nerviosismo mientras se relamía los labios, resecos a pesar del aguacero. El aspecto de aquellos tres individuos no era precisamente tranquilizador, y su curiosidad iba acompañada de una cínica satisfacción. Pero tuve que reconocer que había algo seductor en la voz de aquel tío de treinta años.

Por un instante, mi pareja dirigió una discreta mirada hacia la puerta y pude leer sus pensamientos, pero ya no había marcha atrás: la perspectiva de salir de aquel lugar no era precisamente seductora. Tras hacer un vago gesto de agradecimiento, dejamos caer nuestras mochilas sobre el suelo y nos despojamos de los chubasqueros. Eché la capucha hacia atrás con aire cansino y desabotoné la prenda para dejarla a un lado, mientras la sonrisa de los tres sujetos se ensanchaba aún más.

La empapada camiseta de tirantes se había adherido al delgado torso de Sofía como una segunda piel, y su sujetador apenas podía ocultar la carnosa forma de sus pezones. Con el rostro aún congestionado por el esfuerzo y varios regueros de agua mezclada con su sudor cayendo por su cuerpo, había algo turbadoramente atractivo en su aspecto, como si acabara de realizar una maratoniana jornada de sexo.

“¿Cómo os llamáis?” nos preguntó el más corpulento de los tres. “Mi nombre es Joaquín y ella es mi novia Sofía” Dije, y al responder puse especial énfasis en estas últimas palabras, dejando bien claro ése punto. Pero aquel cabrón sonrió sin inmutarse: “Yo soy Rafa” respondió, recostándose de nuevo sobre su mochila, al parecer divertido. “Ellos son Tomás y Faisal”.

Nos sentamos frente a la chimenea para mudarnos de ropa, pero las miradas de nuestros inesperados compañeros no dejaban de permanecer fijas sobre mí. Sintiéndome sumamente incómoda, aún así me quité la empapada camiseta dejando mi torso desnudo a excepción de un sujetador blanco. El tamaño de mis pechos y los oscuros pezones, que se transparentaban a través de la húmeda prenda endurecidos por el frío, inmediatamente se convirtieron en el foco de atención.

Joaquín parecía furioso ante todas aquellas ojeadas indiscretas, pero cuando intercambió una dura mirada con Rafa, inmediatamente bajó la vista, intimidado ante la sombría expresión que descubrió en él. En algunas ocasiones mi novio me había parecido un tanto pusilánime, una imagen tal vez enfatizada por su aspecto delicado y extremada delgadez, pero cuando el hombre vestido de cuero extrajo una navaja de su bolsillo y comenzó a sacar punta a un pedazo de leña, por su expresión descubrí que más bien era un cobarde.

Mientras tanto, aliviada por dejar de ser momentáneamente el centro de todas las miradas, aproveché para ponerme apresuradamente un jersey, y a continuación, tapándome con una toalla, me despojé de los pantalones, para depositarlos frente al fuego con el fin de que se secaran. Por un instante, mis largas piernas quedaron completamente expuestas a la vista de los tres muchachos: no había dudas de que nuestros acompañantes estaban disfrutando del inesperado espectáculo.

“¿Queréis un trago?” me preguntó Rafa. Esbocé una expresión de asco ante la botella de ron que me ofrecía, pero, tras dudarlo un instante, decidí aceptarla. Joaquín me dedicó una mirada de reprobación cuando tomé un largo trago de aquel líquido ambarino, aunque lo cierto es que sentí una agradable calidez inundando mi interior, y a partir de entonces, la situación fue poco a poco volviéndose más distendida para mí. Subyugada por la seguridad en sí mismo que demsotraba aquel desconocido, su sonrisa me iba poco a poco hipnotizando.

Decidí dar algo de conversación a aquel trío de capullos, tratando de ganarme su confianza. Mientras calentábamos un par de latas en la lumbre y cenábamos algo, intercambié una sucesión de trivialidades con ellos, hasta que finalmente extendimos nuestras esterillas a un lado de la estancia y nos metimos en los sacos de dormir. Al parecer, los tres tipos debían de estar tan cansados como nosotros y, tras charlar brevemente entre ellos, decidieron imitarnos. La chimenea irradiaba una embriagadora calidez en el interior del refugio y apenas unos minutos más tarde ya estábamos completamente dormidos.

No obstante, al cabo de un rato me desperté al escuchar un débil ruido. El fuego se había consumido, y los rescoldos proyectaban una mortecina luz anaranjada sobre los cuerpos que yacían en el suelo. Tras abrir los ojos en la oscuridad, descubrí que Rafa se había tumbado junto a Sofía. Ella permanecía recostada dándole la espalda, pero aquel jodido macarra había introducido la mano en el interior de su saco y ahora la susurraba algo al oído. Más allá, Tomás se había incorporado sobre su codo para aproximarse a ella en silencio.
Cuando quise darme cuenta, Rafa acariciaba mis pechos de una forma entusiasta mientras me mordisqueaba el cuello, susurrándome obscenidades al oído. Aquel cabrón sabía hacerlo muy bien, e inmediatamente me sentí invadida por una creciente excitación. Podía sentir la rigidez de su verga presionando sobre mis nalgas a pesar de los sacos de dormir, y la agradable aspereza de su incipiente barba resbalando por mi cuello.

Luchando contra mi propio deseo, alcé la vista en busca de auxilio, pero Joaquín estaba recostado en su saco, con los ojos entrecerrados, fingiendo estar dormido. Por un momento, quise decirle algo así como “haz algo, imbécil”, pero él se había dado la vuelta y ahora permanecía inmóvil, con el rostro cubierto por la capucha del saco de dormir, tratando de aparentar que nada estaba pasando, en un patético intento de que así su honor permaneciera intacto. Aquella súbita cobardía tan sólo espoleó mi deseo, cada vez más fuerte, de abandonarme ante aquella situación.

Dejándome caer de espaldas, inmediatamente sentí cómo dos pares de manos se adentraban por la abertura de mi escote, explorando el interior de mi sujetador para amasarme con fuerza los pechos, recreándose en la creciente dureza de los pezones. Rafa había hundido su rostro en mi melena, para saborear la tierna piel de mi cuello, a la vez que su amigo Tomás magreaba mi cuerpo con avidez, y por puro despecho, me dejé llevar por todas aquellas contradictorias sensaciones, sabiendo que mi novio observaba la tórrida escena que estaba teniendo lugar.

Entonces Rafa se puso de rodillas frente a mí para despojarse de su camiseta, dejando al descubierto un torso hercúleo recorrido por media docena de tatuajes tribales. Cuando se bajó los pantalones, la luz ambarina que le iluminaba la espalda remarcó aún más las formas de sus nalgas, mientras que su miembro se recortaba a contraluz apuntándome directamente.

Al abrir de nuevo los ojos presa de la curiosidad, descubrí a Sofía a cuatro patas, desnuda de cintura para abajo, dispuesta a entregarse a aquel desconocido. Por un momento me quedé petrificado, sin saber muy bien qué hacer, asustado por la presencia de aquellos tres macarras, a la vez que mi novia gemía de placer cuando aquel hijo de puta comenzó a taladrarla. Una confusa avalancha de sentimientos se propagaron por mi interior en sucesivas oleadas: miedo, celos, indignación, morbo… Ahora Sofía jadeaba bajo las embestidas de aquel animal como una perra en celo, de un modo que jamás la había escuchado en toda mi vida.

Me sentí fascinado ante aquella voluptuosa transformación. ¿Qué había sido de la dulzura de aquella chica modosa que había conocido en el instituto? La oía murmurar “fóllame, cabrón”, una y otra vez, de una forma incansable, hasta crear una absurda cantinela carente de sentido. Una letanía lasciva, que repetía continuamente entre jadeos, imprimiendo a sus palabras el mismo ritmo que las embestidas que horadaban su interior. Cuando me disponía a salir del saco de dormir, decidido a hacer algo, sentí un cuerpo cayendo sobre mí al mismo tiempo que me retorcían el brazo.

Escuché un ruido sordo y a alguien murmurar a mi derecha: “Quieto ahí, es tu turno”. Y una áspera voz que añadió a continuación, con una risita burlona: “Este cabrón estaba pajeándose”. En la penumbra, pude distinguir a Joaquín a cuatro patas, como yo misma, mientras el negro lo sujetaba con una implacable presa para poder bajarle con violencia los pantalones. Todos sus intentos de zafarse resultaron inútiles, pues su agresor le superaba en más de veinte kilos de peso, por lo que, finalmente, mi novio tan sólo hundió su cara en el saco de dormir cuando el sonrosado glande del otro hombre comenzó a dilatar su esfínter.

Están violando a Joaquín, pensé al escuchar sus jadeos. Pero en aquel momento, la idea me resultó indescriptiblemente seductora. De algún modo, consideré que aquel brutal acto era el justo castigo por su cobarde abandono de hacía unos minutos. Sin embargo, invadida por la ternura, extendí mi brazo izquierdo a tientas y, al encontrar su mano, la aferré con fuerza sobre el suelo empedrado. Mientras los dos hombres bombeaban rítmicamente en nuestro interior, Rafa comenzó a hablarnos: “¿Has estado alguna vez en el trullo, Joaquín?” le preguntó, sin dejar de penetrarme. “No, supongo que no. Pues bien: allí descubres que sólo hay dos clases de hombres, los que dan y los que reciben. Y basta mirarte a los ojos para saber de qué clase eres tú”.

Mi novio yacía con la mejilla apoyada en el saco, sin dejar de mirarme, mientras el hombre de raza negra utilizaba egoístamente su culo para obtener un inmenso placer; la delicada palidez de su piel contrastaba con la del moreno. Súbitamente pensé que jamás había compartido con mi pareja un momento tan sórdido e íntimo al mismo tiempo. Le oía gemir a mi lado, como una niñita asustada, y al cabo descubrí cómo, poco a poco, iba ofreciendo cada vez más dócilmente su grupa a las implacables embestidas del negro.

Sofía continuaba a cuatro patas sobre el saco de dormir, cuando súbitamente el otro hombre le introdujo su polla en la boca y, aferrándola por las sienes, inició un rítmico movimiento de pelvis. No sé cuánto tiempo permanecieron aquellos dos pandilleros horadando a Sofía desde ambos extremos de su cuerpo, pero finalmente fue su tierna boca la que condujo a Tomás hasta el orgasmo. Éste se convulsionó de placer mientras derramaba el denso jugo de sus testículos en el interior de su garganta, y a continuación Rafa también alcanzó su climax entre gruñidos de placer, dejándose caer pesadamente sobre su espalda.

El negro abandonó por un momento el interior de Joaquín para girarle, colocándole de espaldas sobre el suelo. Tras agarrar sus tobillos con ambas manos, le levantó las piernas, abriéndolas de par en par hasta dejar expuesto el enrojecido orificio de su ano, para así continuar con la penetración. Joaquín aferró su propio miembro en erección y comenzó a friccionarlo frenéticamente, acompasando su ritmo a las salvajes acometidas del negro. Éste finalmente extrajo su verga oscura de entre las nalgas de mi pareja y comenzó a verter una sucesión de chorros de esperma sobre su pecho. Tal vez fue la candente sensación que le producía aquel líquido viscoso cayendo sobre su vientre lo que le condujo hasta el orgasmo: Joaquín comenzó a correrse entre violentos espasmos, y su semen blanquecino se mezcló con el de su amante a través de una interminable sucesión de descargas que parecían inagotables.

La tormenta duró dos días más, y durante todo aquel tiempo no pudimos abandonar el refugio.

2 comentarios:

  1. Salvaje, loco, intrigante, morboso, excitante, interesante... ufff, muchísimos calificativos se podrían poner a esa joyita de relato... maravilloso.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, Lydia. Ojalá tuviera algo más de tiempo para comentar los escritos de otra gente, porque realmente comentarios así hacen subir el ánimo. Pero, como se suele decir, no conozco a la mitad de vosotros la mitad de lo que desearía, y lo que deseo es menos de la mitad de los que la mitad merecéis…

    ResponderEliminar