jueves, 23 de julio de 2009
Hablando de... eso
La relación más indescriptiblemente morbosa que jamás he experimentado con una mujer ha sido con María, a pesar de que jamás llegué a practicar el sexo con ella. Era lo que normalmente se conoce como una mujer de bandera, aquella que invariablemente atrae la atención de todos los hombres: alta, rubia y de ojos verdes, su pecho, tal vez excesivamente pequeño, era lo único que separaba a su cuerpo de la perfección, del mismo modo que aquella adorable nariz tan afilada era la única responsable de que sus facciones no se ajustaran al canon de belleza ideal.
Mi atípica relación con ella fue el fruto de la confluencia de dos factores que hoy difícilmente podrían repetirse. Por un lado, la conocí en un momento de mi vida en el que ya sabía que el mejor modo de aproximarse a una mujer como aquella era resultar completamente distinto a los demás. Es decir, era muy consciente de que una fémina con un físico tan espectacular no se sentiría halagada por decirle lo guapa que era, pues eso era algo que ya sabía de sobra, del mismo modo que, desde un principio, tampoco traté de ligar abiertamente con ella, pues eso hubiera sido predecible.
Sin embargo, al mismo tiempo también fui tan ingenuo como para pensar que convirtiéndose en su mejor amigo más tarde podría lograr algo más, cuando, en realidad, lo único que conseguí fue ser clasificado mentalmente dentro de ésa categoría de especimenes sexualmente neutros e intelectualmente estimulantes, en los que se puede confiar. En definitiva, mi asimétrica relación con ella me hizo comprender por qué es tan fácil encontrar a tantos homosexuales que disfrutan de la compañía de hembras semejantes y, sobre todo, que en cuanto una mujer te dice que eres un caballero, tienes que olvidarte de cualquier pretensión sexual hacia ella.
En realidad, todo fue un error de concepto: si alguien escribió eso de que “cuanto más cerca del peligro, más lejos del daño”, hoy yo podría añadir que la proximidad física a un objetivo no significa que éste se encuentre realmente a tu alcance, pues, en ocasiones, aquello que puede parecer un atajo, más bien resulta un callejón sin salida. O, al menos, hoy sé que estar sentado junto a una mujer de una belleza cautivadora, hablando de sexo hasta altas horas de la madrugada, a tan sólo un par de metros de su dormitorio, no significa acabar en él practicando todo aquello de lo que se habla. En fin, lo cierto es que con María sólo logré convertirme en una especie de confesor personal, gracias a lo cual pude conocer muchos detalles de su vida íntima, junto a otro tipo de historias, bastante más sórdidas y morbosas.
Recuerdo una tarde en la que me llamó por teléfono. Acababa de ducharme y me había puesto ropa de andar por casa, cuando me recosté sobre el sofá para descolgar el aparato. Mi amiga parecía bastante indignada a causa de algo que le había ocurrido aquella misma mañana, un deslumbrante día de agosto en el que Eva y ella habían decidido acompañar a su madre a la playa del Sardinero.
Eva era su hermana pequeña, una copia de sí misma ocho años más joven, en un momento en que sus incipientes formas femeninas comenzaban a manifestarse exultantemente. Se trataba de ésa clase de chicas que, cuando uno las ve por la calle, inmediatamente te hacen sentir nostalgia de tu adolescencia perdida, ése momento de tu vida en el que cuerpos como aquel aún estaban moralmente a tu alcance y constituían un auténtico misterio por descubrir. Por su parte, su madre era una señora simpática y vivaracha; muy guapa, aunque sólo despertaba en mí ese reverencial respeto que todo joven ha de sentir ante una matrona de clase media.
Al parecer, cuando subieron al autobús, la más joven de las tres decidió sentarse junto a su madre, por lo que María tuvo que hacerlo en un solitario asiento próximo a la puerta de salida. Mientras el autobús iba, poco a poco, llenándose de gente, su hermana comenzó a hablarle del campamento de verano al que iba acudir un par de semanas después en Liébana.
Al cabo de un rato, María vio subir a un desconocido. Era rubio, alto y de aspecto nórdico: obviamente un turista extranjero. En otras circunstancias, posiblemente le hubiera encontrado atractivo, pero su mirada irradiaba una indefinible insolencia que le resultó bastante desagradable. Al igual que la mayor parte de los viajeros, a causa del calor veraniego tan sólo vestía una camiseta de manga corta y un bañador.
Sin prestarse mutua atención, el turista se situó de pie frente a ella, agarrándose a la barra de la puerta para no caerse, mientras observaba distraídamente el paisaje que desfilaba a través de la ventanilla. El autobús empezaba a encontrarse atestado de viajeros y, para entonces, Eva le contaba diversas anécdotas acerca de su grupo de amigas… en el mismo momento en que, hacia el margen izquierdo de su visión, María se percató de que el pene del rubio extranjero iba cobrando forma, a medida que se hinchaba lentamente a pocos centímetros de su cara. Sin lugar a dudas –me aseguró, aún conmocionada-, aquella era la verga más grande que jamás había visto, y a medida que sus formas se iban definiendo claramente bajo el bañador, su hermana, girada sobre su asiento y ajena a todo ello, continuaba exponiéndole entusiasmada sus planes para el verano...
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A los acosos de metro y autobús no son solamente aficionados los nórdicos extranjeros.
ResponderEliminarYa volúmenes tan exagerados...
susana moo
Reconozco que, al escribir, tengo la tendencia a presentar una realidad demasiado estilizada, idealizada... y magnificada dimensionalmente, ya sea a la hora de hablar de atributos masculinos o femeninos.
ResponderEliminarProbablemente no sea necesario recurrir a ello para construir un buen relato erótico, pero...
Suena bien eso de rubio cachas en el autobús que te lleva al sardinero... y con aquello enorme... ufff...
ResponderEliminarUn relato con una buena dosis de morbo. Creo que hasta tiene un nombre, esa práctica de rozarse con la gente en sitios como el bus o el metro, pero igual me equivoco.
ResponderEliminarEstupenda excusa la de la amistad para contarlo todo...