jueves, 30 de julio de 2009

martes, 28 de julio de 2009

Grushenka


Por un anónimo autor ruso del siglo XVIII

De pronto, una idea le cruzó la cabeza: ¿no decían todos que Grushenka era igual que ella, no sólo de cuerpo, sino también de cara? Se murmuraba que eran como gemelas, que nadie sabía quién era quién. De ser cierto, Grushenka podría ocupar su lugar en la cama de su esposo.

Esa idea era tan atrevida, tan excitante, que Nelidova tuvo que llevarla inmediatamente a la práctica. Ordenó que compareciera Grushenka, que las vistieran a las dos con ropas idénticas y las peinaran del mismo modo. Entonces mandó llamar a unas cuantas sirvientas del sótano y una de ellas preguntó cuál era la princesa. Las sirvientas estaban inquietas, temían equivocarse; trataron de evitar una respuesta directa y acabaron señalando al azar, acertando tantas veces como se equivocaban. ¡Era perfecto! Bastaba que la princesa enseñara a Grushenka cómo debía portarse con el amo.

Despidió a todas las sirvientas, incluyendo a sus doncellas, y se encerró en su dormitorio con Grushenka. La mandó arrodillarse y jurar solemnemente que jamás la traicionaría. Le confió su plan y ensayó hasta el último detalle las distintas sesiones amorosas. Cuando se desnudó Grushenka, se reveló un obstáculo: Grushenka estaba todavía afeitada; no quedaba más que esperar hasta que el vello le creciera. Por lo tanto, todo estaba decidido. Mientras esperaba, Grushenka pasó muchas tardes aprendiendo cómo debería portarse durante las sesiones amorosas, y Nelidova aprovechó también para fijarse detenidamente en todos los detalles mientras estaba con su marido. Estaba segura de que todo saldría bien. El dormitorio del príncipe sólo estaba alumbrado por un cirio situado en un rincón de la cama y por una vela delante del icono. Tan poca luz no le permitiría detectar diferencias entre Nelidova y Grushenka, aun cuando no hubieran sido tan parecidas.

Hay que señalar algo respecto a aquellos ensayos confidenciales entre las dos jóvenes: empezaron a sentir simpatía recíproca. La princesa no había pensado nunca anteriormente en Grushenka más que como en una sierva. Ahora, la necesitaba; le había ordenado que ocupara su lugar. Pero Grushenka podía decirle la verdad al amo, y la catástrofe habría sido total. Por lo tanto, la princesa se mostró amable con la muchacha, charló con ella y trató de descubrir su carácter. Se sintió cautivada por el encanto y la sencilla confianza de Grushenka. Por otra parte, Grushenka se enteró también de que la princesa era desgraciada, que no tenía confianza en sí misma, que había tenido una juventud muy difícil, que anhelaba afecto y que su conducta brutal no se debía a la maldad, sino a la ignorancia.

Grushenka se convirtió en doncella de su ama; siempre estaba junto a ella, fue confidente de sus asuntos amorosos y compañera de largas horas en días sin fin. No se le aplicaba nunca el látigo, no la reñían y dormía al lado del cuarto de su ama; se convirtió en algo así como una hermana menor.

Una vez que hubo crecido el vello de Grushenka (lo examinaban diariamente), llegó el día en que un sirviente anunció que su alteza esperaba la visita de su esposa. Grushenka se calzó las zapatillas azules, y ambas mujeres cruzaron las habitaciones que las separaban del cuarto del amo. Grushenka entró mientras Nelidova, con el alma en vilo, miraba por una rendija de la puerta. El príncipe acababa de regresar de una partida de cartas; había bebido mucho y se sentía cansado y poco lascivo. Grushenka le cogió la verga con la mano, la manejó con firmeza, montó a caballo y metió el aparato en su conducto. Durante mucho rato el hombre no pudo llegar al climax porque había bebido mucho, pero ella sí lo consiguió dos o tres veces (llevaba mucho tiempo sin contacto sexual); por fin, él gimió, meneó las nalgas y acabó. Ya tenía bastante para el resto de la noche y la mandó a su cuarto con una palmada en las nalgas.

Nelidova se llevó a Grushenka a la cama. Estaba excitada, alegremente excitada, pero Grushenka estaba muy tranquila. Había llevado la tarea a cabo sin vacilar, pues quería ayudar a su ama. Era su deber; en cuanto a lo demás, no era de su incumbencia. Nelidova abrazó y besó a la muchacha y, excitada por el encuentro amoroso que acababa de presenciar, llamó a dos doncellas para que las besaran a ella y a su amiga (lo dijo por primera vez) entre las piernas.

Así fue cómo Grushenka pasó a ser esposa del amo en lo que a la cama se refiere. Las primeras veces Nelidova la acompañó hasta la puerta y se quedó mirando. Después, permaneció en la cama hasta el regreso de Grushenka y, finalmente, dejó de preocuparse por el asunto. Cuando llegaba el sirviente para avisar que el instrumento del amo estaba listo (éste era el mensaje), Nelidova anunciaba que en seguida iría, y Grushenka, que estaba tumbada en la cama del cuarto contiguo, se levantaba, iba a ver al príncipe, llevaba a cabo su tarea, se lavaba y volvía a la cama.

Hasta entonces Nelidova había satisfecho los caprichos de su esposo a pesar de su repugnancia. Ahora encontraba gran satisfacción con los moderados embates de Gustavus, mientras Grushenka tenía que contar con la vara corta pero gruesa del amo.
Grushenka nunca había conocido gente de la alta sociedad, por lo tanto la rudeza del príncipe no la escandalizaba. Por el contrario, su fuerza brutal y su inmensa vitalidad la cautivaban y le hacían olvidar la repulsión que podía haberle causado su barriga. Le gustaba su cetro; no sólo le daba masajes, sino que lo acarició, lo besó y acabó metiéndoselo entero en la boca.

Alexei creyó al principio que quería algún regalo, tal vez una de sus propiedades o un testamento a favor suyo. Pero, al ver que no le pedía nada, sintió el placer de tener una esposa tan llena de pasión, refinada y amorosa. Grushenka estaba mucho más a gusto con él de lo que Nelidova lo estuvo jamás. La princesa solía intentar siempre apartarse con agresividad cuando tomaba posesión de su cuerpo con las manos. Pero ahora la verga del príncipe se ponía tiesa antes de que Grushenka llegara a la cama, y ella se sentaba encima de él antes de que pudiera tocarla con las manos. Además, hacía el amor con tanto apasionamiento, que no le importaba que él le pellizcara los pezones mientras tenía su aparato dentro de ella. Durante el intermedio, él la felicitaba burlonamente por su temperamento recién descubierto, pero apenas la tocaba, esperando que volviera ella a apoderarse de su instrumento.

A veces, ella se tumbaba entre sus piernas, levantándole las nalgas con una almohada, y besaba con intenso ardor sus bolsas de amor. Su fuerte olor y el de su fluido le hacían aletear la nariz. Se estremecía entera, se excitaba mucho y disfrutaba restregándose las piernas. Se resistía a subirse y montarlo; quería llevarlo al clímax con sus labios, bebiéndose su líquido, pero él jamás lo permitió.

A veces, Nelidova observaba la escena por pura curiosidad, celosa de ver que la muchacha disfrutaba tanto. Después la pellizcaba y la regañaba por algo, y entonces volvía a besar la boca de la joven, le lamía los labios y los dientes porque se contagiaba de la excitación sexual que se había apoderado de Grushenka. A veces, decidía que ella misma iría con su esposo, pero a última hora cambiaba de opinión y se iba con su amante. Si no lo tenía cerca, ordenaba que una de sus doncellas satisfaciera su capricho.

jueves, 23 de julio de 2009

Hablando de... eso


La relación más indescriptiblemente morbosa que jamás he experimentado con una mujer ha sido con María, a pesar de que jamás llegué a practicar el sexo con ella. Era lo que normalmente se conoce como una mujer de bandera, aquella que invariablemente atrae la atención de todos los hombres: alta, rubia y de ojos verdes, su pecho, tal vez excesivamente pequeño, era lo único que separaba a su cuerpo de la perfección, del mismo modo que aquella adorable nariz tan afilada era la única responsable de que sus facciones no se ajustaran al canon de belleza ideal.

Mi atípica relación con ella fue el fruto de la confluencia de dos factores que hoy difícilmente podrían repetirse. Por un lado, la conocí en un momento de mi vida en el que ya sabía que el mejor modo de aproximarse a una mujer como aquella era resultar completamente distinto a los demás. Es decir, era muy consciente de que una fémina con un físico tan espectacular no se sentiría halagada por decirle lo guapa que era, pues eso era algo que ya sabía de sobra, del mismo modo que, desde un principio, tampoco traté de ligar abiertamente con ella, pues eso hubiera sido predecible.

Sin embargo, al mismo tiempo también fui tan ingenuo como para pensar que convirtiéndose en su mejor amigo más tarde podría lograr algo más, cuando, en realidad, lo único que conseguí fue ser clasificado mentalmente dentro de ésa categoría de especimenes sexualmente neutros e intelectualmente estimulantes, en los que se puede confiar. En definitiva, mi asimétrica relación con ella me hizo comprender por qué es tan fácil encontrar a tantos homosexuales que disfrutan de la compañía de hembras semejantes y, sobre todo, que en cuanto una mujer te dice que eres un caballero, tienes que olvidarte de cualquier pretensión sexual hacia ella.

En realidad, todo fue un error de concepto: si alguien escribió eso de que “cuanto más cerca del peligro, más lejos del daño”, hoy yo podría añadir que la proximidad física a un objetivo no significa que éste se encuentre realmente a tu alcance, pues, en ocasiones, aquello que puede parecer un atajo, más bien resulta un callejón sin salida. O, al menos, hoy sé que estar sentado junto a una mujer de una belleza cautivadora, hablando de sexo hasta altas horas de la madrugada, a tan sólo un par de metros de su dormitorio, no significa acabar en él practicando todo aquello de lo que se habla. En fin, lo cierto es que con María sólo logré convertirme en una especie de confesor personal, gracias a lo cual pude conocer muchos detalles de su vida íntima, junto a otro tipo de historias, bastante más sórdidas y morbosas.

Recuerdo una tarde en la que me llamó por teléfono. Acababa de ducharme y me había puesto ropa de andar por casa, cuando me recosté sobre el sofá para descolgar el aparato. Mi amiga parecía bastante indignada a causa de algo que le había ocurrido aquella misma mañana, un deslumbrante día de agosto en el que Eva y ella habían decidido acompañar a su madre a la playa del Sardinero.

Eva era su hermana pequeña, una copia de sí misma ocho años más joven, en un momento en que sus incipientes formas femeninas comenzaban a manifestarse exultantemente. Se trataba de ésa clase de chicas que, cuando uno las ve por la calle, inmediatamente te hacen sentir nostalgia de tu adolescencia perdida, ése momento de tu vida en el que cuerpos como aquel aún estaban moralmente a tu alcance y constituían un auténtico misterio por descubrir. Por su parte, su madre era una señora simpática y vivaracha; muy guapa, aunque sólo despertaba en mí ese reverencial respeto que todo joven ha de sentir ante una matrona de clase media.

Al parecer, cuando subieron al autobús, la más joven de las tres decidió sentarse junto a su madre, por lo que María tuvo que hacerlo en un solitario asiento próximo a la puerta de salida. Mientras el autobús iba, poco a poco, llenándose de gente, su hermana comenzó a hablarle del campamento de verano al que iba acudir un par de semanas después en Liébana.

Al cabo de un rato, María vio subir a un desconocido. Era rubio, alto y de aspecto nórdico: obviamente un turista extranjero. En otras circunstancias, posiblemente le hubiera encontrado atractivo, pero su mirada irradiaba una indefinible insolencia que le resultó bastante desagradable. Al igual que la mayor parte de los viajeros, a causa del calor veraniego tan sólo vestía una camiseta de manga corta y un bañador.

Sin prestarse mutua atención, el turista se situó de pie frente a ella, agarrándose a la barra de la puerta para no caerse, mientras observaba distraídamente el paisaje que desfilaba a través de la ventanilla. El autobús empezaba a encontrarse atestado de viajeros y, para entonces, Eva le contaba diversas anécdotas acerca de su grupo de amigas… en el mismo momento en que, hacia el margen izquierdo de su visión, María se percató de que el pene del rubio extranjero iba cobrando forma, a medida que se hinchaba lentamente a pocos centímetros de su cara. Sin lugar a dudas –me aseguró, aún conmocionada-, aquella era la verga más grande que jamás había visto, y a medida que sus formas se iban definiendo claramente bajo el bañador, su hermana, girada sobre su asiento y ajena a todo ello, continuaba exponiéndole entusiasmada sus planes para el verano...

Relato completo en PDF

lunes, 20 de julio de 2009

Sexo para uno


Por Betty Dodson

Aunque venga de un amante, una bañera, un osito de peluche, un dedo, una lengua o un vibrador, un orgasmo es un orgasmo. Mis rituales de orgasmo, al principio, eran muy sencillos. Tardaba alrededor de diez minutos en tener uno, y luego lo dejaba. Sólo me concentraba en las sensaciones de mi cuerpo. Poco a poco empecé a tomarme más tiempo y a ser mejor amante. Tardaba más en correrme, porque paraba de repente para crear más tensión sexual antes de llegar al orgasmo. Luego empecé a imaginar situaciones eróticas, con lo que mis orgasmos mejoraron mucho. Para desarrollar una fantasía, primero intentaba recordar alguna buena experiencia sexual que hubiera tenido. También leía libros sobre el sexo, o sobre el arte del sexo, y miraba revistas porno que me gustaran.

Lo solía hacer con el dedo; me lo metía en la vagina para humedecerlo y, a veces, con otro dedo me tocaba el clítoris. Siempre era un verdadero placer. Una noche lo hice mientras me miraba en un espejo con aumento. Era fabuloso, casi como ver una película erótica en una mini-pantalla. Fui adquiriendo cada vez más estilo en la manera de hacerlo. Veía como mis labios vaginales se ponían de un color rojo oscuro y mi clítoris se hacia más grande por momentos. Me hacía un masaje interno con tres dedos, lo que aumentaba la lubricación, y mis jugos sexuales brillaban a la luz. Al final movía la mano tan rápido que la veía borrosa justo antes de correrme. Cuando llegaba al orgasmo, se me cerraban los ojos y se acababa el espectáculo, como cuando se cierra el telón en el teatro.

Al principio nunca tenía más de un orgasmo cuando me masturbaba. Mi clítoris siempre estaba demasiado sensible justo después de tener uno. Un domingo por la tarde, cogí una vela blanca, le di la forma de un precioso pene y me la metí mientras me tocaba el clítoris. Después de tener un orgasmo considerable, todavía tenía marcha, pero estaba demasiado sensibilizada para hacerlo otra vez. De repente se me ocurrió que podía intentar respirar de la misma manera que se les enseña a las mujeres para soportar el dolor en un parto natural. Empecé a hacerlo para poder tolerar más placer, y descubrí que lo podía hacer si me tocaba con más suavidad, En poco tiempo desapareció la hipersensibilidad y estaba a punto de tener otro orgasmo. En vez de parar y aguantar la respiración, a partir de entonces respiraba más fuerte para soportar la sensación. Lo que antes me parecía dolor ahora me parecía una nueva forma de placer.

Más adelante empecé a hacer un ejercicio con el que aprendí a controlar las sensaciones de mi cuerpo. Después de un baño caliente, o de una sauna, me metía en agua fría. Al principio me horrorizaba la idea. Siempre había evitado los dos extremos, porque ambos eran demasiado intensos. Pero, en realidad, era una sensación fantástica que estimulaba la circulación y los sentidos. El espacio que existe entre la idea y la acción es la inhibición. Mi capacidad para moverme por ese espacio estaba en relación directa con mi deseo de encontrar placeres nuevos.

Lanzarme al placer se me hacia cada vez más fácil. A finales de los años sesenta tuve el primer orgasmo con un vibrador. Pero no era un vibrador de verdad, sino un aparato para darse masajes en la cabeza que Blake tenía. Una noche me pregunto si me apetecía que me diera un masaje, y empezó a dármelo por la cabeza. Era fantástico. Poco a poco bajó la mano hacia el resto de mi cuerpo, y me empezó a latir el corazón cada vez más fuerte. Pegué un salto cuando noté os movimientos rápidos de su mano sobre mi clítoris. Era un placer tan intenso que no pude evitar sujetarle en brazo. Me preguntó si quería que lo dejara, y le contesté que no. Respiré para disfrutar bien de la sensación, y después de tres orgasmos maravillosos sentía que había entrado en otra dimensión.

Entonces me compré un aparato como el de Blake. Se sujetaba con la mano y hacia que los dedos vibraran con rapidez. Me ponía el dedo sobre el clítoris y en resultado era fantástico; además, casi no hacia ruido. Me corrí enseguida, pero no pude seguir porque el vibrador se había calentado demasiado, y no era nada divertido jugar con un juguete que estaba tan caliente que no se podía tocar.

A principios de los setenta, salió al mercado un nuevo aparato eléctrico para dar masajes. Era un cilindro muy grande que hacía el mismo ruido que un camión cuando va en segunda. El mango media unos veinte centímetros y tenía una cabeza de siete centímetros. Cuando se lo enseñé a mis amigas por primera vez, casi, se desmayan, hasta que les expliqué que no era para metérselo dentro. Toda esta maquinaria estaba pensada para hacer vibrar a mi dulce clítoris. Fue el principio de un romance apasionado con un aparato al que puse el nombre de Mack, el forzudo. (Una amiga mía se compró uno enseguida, y le llamó Pierre, el suertudo.)

Al principio lo usaba sobre todo para el cuello y los hombros, como indicaban las instrucciones. Tardé algún tiempo en aprender cómo se podía dirigir toda esa energía hacia el placer sexual. Una noche, Mack y yo sorprendimos a mi clítoris debajo de una toalla doblada. Ocurrió justo lo que me temía —¡fue un éxtasis inmediato! Estaba abrumada por el placer. Además se podía regular la velocidad. Podía tener unos orgasmos increíbles sin que Mack se calentara demasiado.

Ahora, mirando hacia atrás, me parece que hubo un momento en el que mis sentimientos por Mack casi se convierten en amor. Compré varios y se los presté a mis amigas, para no tener que compartir el mío. Terminé comprándolos por cajas cuando empecé con las Terapias, hasta que un día descubrí que Mack, el forzudo, ya no se fabricaba. Creí que el gobierno estaba siguiendo una política de reducción de orgasmos. Sin embargo, Dios aprieta pero no ahoga, porque pronto apareció otro aparato que daba masajes. Era más bonito y más fino, y tenía un motor que ronroneaba como un gato.

Cuando llegaba a casa, siempre estaba esperándome mi fiel Pandora para darme unas horas interminables de placer. Nunca le dolía la cabeza, ni estaba demasiado cansada para hacerme caso, y no le importaba que de vez en cuando me apeteciera hacerlo con gente. Lo que me salvó de empezar a tomarme en serio nuestra relación fue analizar cuidadosamente los inconvenientes de Pandora: mucho ronroneo, pero nada de conversación, y siempre tenía que ser yo la que llevara la voz cantante. Pero quería a mi vibrador tal y como era: un juguete maravilloso que transmitía buenas vibraciones.

Seguí teniendo relaciones sexuales con mis amantes y dejé de pensar que me iba a volver adicta al vibrador. También dejé de preocuparme porque se me iba a estirar el clítoris y porque me iba a volver poco sociable. Nunca pasó nada de eso. Era mucho menos sociable cuando era adicta al amor. En aquella época, lo que empezaba como algo placentero se convertía enseguida en dolor, a medida que me iba obsesionando con la persona a quien quería. Nunca he estado obsesionada con un vibrador. Mi experiencia con otras adicciones me ha enseñado que el dolor y la frustración hacen que se cree una fijación. Era como un conejillo de indias: los que están condicionados por el dolor siguen siempre el mismo camino, mientras que los que están condicionados por el placer buscan nuevas aventuras.

Hasta finales de los setenta sólo utilizaba un vibrador para mis rituales de masturbación. Luego empecé a hacer experimentos con la penetración. Me ponía algo en la entrada de la vagina mientras me estimulaba el clítoris con el vibrador. Hacía una penetración lenta y sensual apretando y relajando los músculos. Justo antes de correrme hacía fuerza con las piernas para sujetar lo que fuera que tuviera dentro. Sujetaba el vibrador con las dos manos a la vez que ponía tensas las nalgas y me dejaba llevar.

Me encantan los pequeños orgasmos que tengo cuando me tomo un descanso sexual de un cuarto de hora. Me dan energía y descargo la tensión. También me gusta el otro extremo, unos orgasmos maravillosos después de un ritual de dos horas. Me voy excitando y luego lo dejo para estar al borde el mayor tiempo posible. Utilizo los movimientos del cuerpo, todas las formas de respirar y todos los pensamientos eróticos de mi repertorio. Me someto por completo al hedonismo. He reído, llorado y gemido mientras intentaba alcanzar el más grande de los orgasmos. Después de tener dos o tres, me quedo como traspuesta, disfrutando del placer. Sigo vibrando y temblando, pero ya sin ningún interés en tener otro porque estoy más allá del orgasmo, en un estado de éxtasis que puede durar hasta diez minutos. Luego vuelvo lentamente a la tierra otra vez.

lunes, 13 de julio de 2009

jueves, 9 de julio de 2009

Lolita


Vladimir Nabokov

Lolita me contó cómo la habían pervertido. Mientras comíamos desabridas bananas harinosas, duraznos magullados y apetitosas patatas fritas, die Kleine me lo dijo todo. Su relato voluble e inconexo fue comentado por más de una moue cómica. Como creo que ya he observado, recuerdo especialmente una mueca torcida sobre la base de un «¡Uf!»: la boca estirada como caramelo chirle, los ojos blancos, en una consabida mezcla de jocosa repulsión, resignación, y tolerancia ante la flaqueza infantil.

Su asombroso relato empezó con una mención inicial de su compañera de tienda, en el verano anterior, en otro campamento, un lugar «muy selecto», como observó. Esa camarada («una verdadera holgazana», «medio loca», pero «una chica muy bien») la adiestró en diversas manipulaciones. Al principio, la leal Lolita se negó a decirme su nombre.

—¿Fue Grace Angel? –pregunté.

Sacudió la cabeza. No, no era ella, era la hija de un gran borracho. El pa...

—¿Fue acaso Rose Carmine?

—¡No, claro que no! Su padre...

—¿Fue Agnes Sheridan, entonces?...

Lolita tragó y sacudió la cabeza. Después tomó la ofensiva:

—Oye, ¿cómo conoces a todas esas chicas?

Se lo expliqué.

—Bueno, algunas eran bastante malas en el colegio, pero eso no... Si quieres saberlo, se llamaba Elizabeth Talbot. Ahora va a una escuela privada, la muy presuntuosa... Su padre es empresario.

Con una curiosa punzada recordé la frecuencia con que la pobre Charlotte solía deslizar en su conversación pormenores tan elegantes como: «El año pasado, cuando mi hija partió en excursión con la hija de los Talbot...»

Quise saber si su madre conocía esas diversiones sáficas.

—¡Dios, no! –exclamó Lo, imitando temor y alivio y llevándose al pecho una mano agitada por un temblor falso.

Pero yo estaba más interesado en sus experiencias heterosexuales. Lolita había ingresado en el sexto grado a los once años, poco después de trasladarse a Ramsdale desde el oeste. ¿Qué significaba eso de «bastante malas»? Bueno, las hermanas Miranda habían dormido en la misma cama durante años, y Donald Scott, el muchacho más bruto de la escuela, había hecho cosas con Hazel Smith, en el garaje de su tío y Kenneth Knight –el más inteligente– solía exhibirse cada vez que se le presentaba la ocasión, y...

—Volvamos al campamento –dije.

Y al fin escuché toda la historia.

Bárbara Burke, una rubia fornida dos años mayor que Lo y la mejor nadadora del campamento, tenía una canoa muy especial que compartía con Lo «porque además de ella yo era la única que podía llegar a la Isla del Sauce» (alguna prueba de natación). Durante el mes de julio, todas las mañanas –repara bien en ello, lector: cada dichosa mañana...– Charlie Holmes ayudaba a Bárbara y Lo a llevar el bote a Onyx o Eryx (dos lagos pequeños, entre los bosques). Charlie era el hijo de la directora del campamento, tenía trece años y era el único varón humano en un par de millas a la redonda (salvo un viejo operario cansino y sordo como una tapia y un granjero que aparecía a veces en un Ford destartalado para vender huevos en el campamento, como todos los granjeros). Todas las mañanas, pues, oh lector mío, los tres niños tomaban un atajo a través del inocente y hermoso bosquecito, vibrante de todos los emblemas de la juventud, rocío, cantos de pájaros, y en un lugar determinado, entre el profuso sotobosque, Lo oficiaba de centinela mientras Bárbara y el muchachito se abrazaban tras un matorral.

Al principio, Lo se negó a «probar cómo era la cosa», pero la curiosidad y la camaradería prevalecieron, y muy pronto ella y Bárbara lo hicieron sucesivamente con el silencioso, rudo y tosco aunque infatigable Charlie, que tenía tanto atractivo como una zanahoria cruda. Si bien admitía que era «bastante divertido» y «bueno para la piel», me alegra decir que Lolita tenía el mayor desdén por las maneras y la mentalidad de Charlie. Por lo demás, su temperamento no había sido excitado por ese asqueroso demonio. Al contrario, creo que lo había embotado, a pesar de lo «divertido» de la cosa.

Ya estaban a punto de dar las diez. Al mermar mi deseo, una pálida sensación de horror suscitada por la opacidad real de un gris día neurálgico se apoderó de mí y zumbó en mis sienes. Tostada, desnuda, frágil, Lo, volviendo hacia el espejo su cara demacrada, se irguió con los brazos en jarra, los pies (calzados en zapatillas nuevas con ribete de marabú) apartados, y a través de la cortina de su pelo se dirigió a sí misma una mueca vulgar. Del corredor llegaron las voces arrulladoras de las criadas de color, y al fin hubo un débil intento de abrir nuestra puerta. Indiqué a Lo que entrara en el cuarto de baño y se diera el baño que necesitaba tanto. La cara era una mezcolanza espantosa, con detalles de patatas fritas. Lo se probó un deux-pièces marinero de lana, después una blusa sin mangas con una falda de mucho vuelo, a cuadros; pero el primer conjunto le iba demasiado apretado y el segundo demasiado amplio, y cuando le supliqué que se diera prisa (la situación empezaba a asustarme), Lo arrojó perversamente a un rincón hermosos regalos míos, y se puso el vestido del día anterior. Cuando al fin estuvo lista, le di un bolso nuevo de imitación becerro (en el cual había deslizado unas monedas) y le dije que se comprara una revista en el vestíbulo.

martes, 7 de julio de 2009

El refugio de montaña


Llegamos al refugio cuando casi ya había anochecido, completamente empapados y ateridos por el frío: la tormenta nos había sorprendido a mitad del camino, por lo que tuvimos que aumentar el ritmo de la marcha. Joaquín me había asegurado que la caminata iba a ser muy fácil y, efectivamente, en un principio ésta tan sólo consistió en una leve ascensión de apenas diez kilómetros hasta lo alto que aquella pequeña montaña, a lo largo de un camino que serpenteaba a través de los robledales. Pero, apenas una hora y media después de iniciada, aquel agradable paseo se había convertido en un auténtico infierno de barro y agua helada cayendo torrencialmente sobre nuestras cabezas.

Aunque al principio Sofía se mostró reacia a dormir en aquel lugar, rodeada de bichos, he de reconocer que yo insistí tanto que finalmente no le quedó más remedio que acceder. Cuando atisbamos la pequeña figura del refugio de montaña, ambos apretamos el paso, con una sonrisa en los labios y el corazón martilleando en el pecho. Nada más llegar, descubrimos una débil luz anaranjada escapándose entre las rendijas de las contraventanas, y que la puerta cerrada. Comencé a aporrearla con frustración mientras intercambiábamos una mirada de inquietud. En aquel momento, resonó un trueno y el destello del relámpago iluminó siniestramente el exterior de aquel diminuto edificio de piedra.

La tormenta se nos echaba encima.

Para nuestro alivio, justo en ese momento la puerta finalmente se hizo a un lado con un chirrido metálico e inmediatamente nos precipitamos hacia el interior, sin tan siquiera prestar atención a quién nos abría. El refugio tan sólo constaba de una pequeña estancia, y un tosco muro de ladrillo la separaba de una destartalada leñera. En una modesta chimenea crepitaba un fuego que desprendía un agradable calor, iluminando con su oscilante luz anaranjada cuatro sencillas paredes repletas de pintadas. Sobre el suelo empedrado yacían desperdigadas varias mochilas y sacos de dormir. Al fondo, envueltos en sombras, dos hombres nos observaban plácidamente sentados sobre unas esterillas.

Recuerdo que cuando entramos uno de ellos bebía una botella de cerveza, mientras el otro quemaba una piedra de hachís y la débil luz del mechero iluminaba sus facciones afiladas, de las que emanaba un oscuro e inquietante atractivo. Era bastante corpulento, una barba de cuatro días le otorgaba un aire descuidado y su largo cabello negro caía sobre los hombros cubiertos por una desgastada cazadora de cuero. Ambos nos observaron de pies a cabeza con curiosidad; no sé si fue el ambiente saturado de humo, o el verme sometida a aquel repentino escrutinio, lo que me mareó.

Al escuchar la puerta cerrándose a nuestras espaldas, me giré sobresaltada, sólo para descubrir a otro joven de raza negra en el umbral, cerrándonos el paso. Me sonrió mostrando unos dientes de un blanco deslumbrante, y tras ello no supe si imitarle o simplemente echarme a temblar.

El más corpulento de aquellos tres macarras dejó sobre el suelo su litrona y, tras incorporarse, nos hizo un ademán que pretendía ser cordial. “Menuda tormenta, ¿eh?” dijo irónicamente “Ha sido una suerte que no se os haya echado la noche encima. Sentaos, os haremos un sitio”.

Joaquín asintió con nerviosismo mientras se relamía los labios, resecos a pesar del aguacero. El aspecto de aquellos tres individuos no era precisamente tranquilizador, y su curiosidad iba acompañada de una cínica satisfacción. Pero tuve que reconocer que había algo seductor en la voz de aquel tío de treinta años.

Por un instante, mi pareja dirigió una discreta mirada hacia la puerta y pude leer sus pensamientos, pero ya no había marcha atrás: la perspectiva de salir de aquel lugar no era precisamente seductora. Tras hacer un vago gesto de agradecimiento, dejamos caer nuestras mochilas sobre el suelo y nos despojamos de los chubasqueros. Eché la capucha hacia atrás con aire cansino y desabotoné la prenda para dejarla a un lado, mientras la sonrisa de los tres sujetos se ensanchaba aún más.

La empapada camiseta de tirantes se había adherido al delgado torso de Sofía como una segunda piel, y su sujetador apenas podía ocultar la carnosa forma de sus pezones. Con el rostro aún congestionado por el esfuerzo y varios regueros de agua mezclada con su sudor cayendo por su cuerpo, había algo turbadoramente atractivo en su aspecto, como si acabara de realizar una maratoniana jornada de sexo.

“¿Cómo os llamáis?” nos preguntó el más corpulento de los tres. “Mi nombre es Joaquín y ella es mi novia Sofía” Dije, y al responder puse especial énfasis en estas últimas palabras, dejando bien claro ése punto. Pero aquel cabrón sonrió sin inmutarse: “Yo soy Rafa” respondió, recostándose de nuevo sobre su mochila, al parecer divertido. “Ellos son Tomás y Faisal”.

Nos sentamos frente a la chimenea para mudarnos de ropa, pero las miradas de nuestros inesperados compañeros no dejaban de permanecer fijas sobre mí. Sintiéndome sumamente incómoda, aún así me quité la empapada camiseta dejando mi torso desnudo a excepción de un sujetador blanco. El tamaño de mis pechos y los oscuros pezones, que se transparentaban a través de la húmeda prenda endurecidos por el frío, inmediatamente se convirtieron en el foco de atención.

Joaquín parecía furioso ante todas aquellas ojeadas indiscretas, pero cuando intercambió una dura mirada con Rafa, inmediatamente bajó la vista, intimidado ante la sombría expresión que descubrió en él. En algunas ocasiones mi novio me había parecido un tanto pusilánime, una imagen tal vez enfatizada por su aspecto delicado y extremada delgadez, pero cuando el hombre vestido de cuero extrajo una navaja de su bolsillo y comenzó a sacar punta a un pedazo de leña, por su expresión descubrí que más bien era un cobarde.

Mientras tanto, aliviada por dejar de ser momentáneamente el centro de todas las miradas, aproveché para ponerme apresuradamente un jersey, y a continuación, tapándome con una toalla, me despojé de los pantalones, para depositarlos frente al fuego con el fin de que se secaran. Por un instante, mis largas piernas quedaron completamente expuestas a la vista de los tres muchachos: no había dudas de que nuestros acompañantes estaban disfrutando del inesperado espectáculo.

“¿Queréis un trago?” me preguntó Rafa. Esbocé una expresión de asco ante la botella de ron que me ofrecía, pero, tras dudarlo un instante, decidí aceptarla. Joaquín me dedicó una mirada de reprobación cuando tomé un largo trago de aquel líquido ambarino, aunque lo cierto es que sentí una agradable calidez inundando mi interior, y a partir de entonces, la situación fue poco a poco volviéndose más distendida para mí. Subyugada por la seguridad en sí mismo que demsotraba aquel desconocido, su sonrisa me iba poco a poco hipnotizando.

Decidí dar algo de conversación a aquel trío de capullos, tratando de ganarme su confianza. Mientras calentábamos un par de latas en la lumbre y cenábamos algo, intercambié una sucesión de trivialidades con ellos, hasta que finalmente extendimos nuestras esterillas a un lado de la estancia y nos metimos en los sacos de dormir. Al parecer, los tres tipos debían de estar tan cansados como nosotros y, tras charlar brevemente entre ellos, decidieron imitarnos. La chimenea irradiaba una embriagadora calidez en el interior del refugio y apenas unos minutos más tarde ya estábamos completamente dormidos.

No obstante, al cabo de un rato me desperté al escuchar un débil ruido. El fuego se había consumido, y los rescoldos proyectaban una mortecina luz anaranjada sobre los cuerpos que yacían en el suelo. Tras abrir los ojos en la oscuridad, descubrí que Rafa se había tumbado junto a Sofía. Ella permanecía recostada dándole la espalda, pero aquel jodido macarra había introducido la mano en el interior de su saco y ahora la susurraba algo al oído. Más allá, Tomás se había incorporado sobre su codo para aproximarse a ella en silencio.
Cuando quise darme cuenta, Rafa acariciaba mis pechos de una forma entusiasta mientras me mordisqueaba el cuello, susurrándome obscenidades al oído. Aquel cabrón sabía hacerlo muy bien, e inmediatamente me sentí invadida por una creciente excitación. Podía sentir la rigidez de su verga presionando sobre mis nalgas a pesar de los sacos de dormir, y la agradable aspereza de su incipiente barba resbalando por mi cuello.

Luchando contra mi propio deseo, alcé la vista en busca de auxilio, pero Joaquín estaba recostado en su saco, con los ojos entrecerrados, fingiendo estar dormido. Por un momento, quise decirle algo así como “haz algo, imbécil”, pero él se había dado la vuelta y ahora permanecía inmóvil, con el rostro cubierto por la capucha del saco de dormir, tratando de aparentar que nada estaba pasando, en un patético intento de que así su honor permaneciera intacto. Aquella súbita cobardía tan sólo espoleó mi deseo, cada vez más fuerte, de abandonarme ante aquella situación.

Dejándome caer de espaldas, inmediatamente sentí cómo dos pares de manos se adentraban por la abertura de mi escote, explorando el interior de mi sujetador para amasarme con fuerza los pechos, recreándose en la creciente dureza de los pezones. Rafa había hundido su rostro en mi melena, para saborear la tierna piel de mi cuello, a la vez que su amigo Tomás magreaba mi cuerpo con avidez, y por puro despecho, me dejé llevar por todas aquellas contradictorias sensaciones, sabiendo que mi novio observaba la tórrida escena que estaba teniendo lugar.

Entonces Rafa se puso de rodillas frente a mí para despojarse de su camiseta, dejando al descubierto un torso hercúleo recorrido por media docena de tatuajes tribales. Cuando se bajó los pantalones, la luz ambarina que le iluminaba la espalda remarcó aún más las formas de sus nalgas, mientras que su miembro se recortaba a contraluz apuntándome directamente.

Al abrir de nuevo los ojos presa de la curiosidad, descubrí a Sofía a cuatro patas, desnuda de cintura para abajo, dispuesta a entregarse a aquel desconocido. Por un momento me quedé petrificado, sin saber muy bien qué hacer, asustado por la presencia de aquellos tres macarras, a la vez que mi novia gemía de placer cuando aquel hijo de puta comenzó a taladrarla. Una confusa avalancha de sentimientos se propagaron por mi interior en sucesivas oleadas: miedo, celos, indignación, morbo… Ahora Sofía jadeaba bajo las embestidas de aquel animal como una perra en celo, de un modo que jamás la había escuchado en toda mi vida.

Me sentí fascinado ante aquella voluptuosa transformación. ¿Qué había sido de la dulzura de aquella chica modosa que había conocido en el instituto? La oía murmurar “fóllame, cabrón”, una y otra vez, de una forma incansable, hasta crear una absurda cantinela carente de sentido. Una letanía lasciva, que repetía continuamente entre jadeos, imprimiendo a sus palabras el mismo ritmo que las embestidas que horadaban su interior. Cuando me disponía a salir del saco de dormir, decidido a hacer algo, sentí un cuerpo cayendo sobre mí al mismo tiempo que me retorcían el brazo.

Escuché un ruido sordo y a alguien murmurar a mi derecha: “Quieto ahí, es tu turno”. Y una áspera voz que añadió a continuación, con una risita burlona: “Este cabrón estaba pajeándose”. En la penumbra, pude distinguir a Joaquín a cuatro patas, como yo misma, mientras el negro lo sujetaba con una implacable presa para poder bajarle con violencia los pantalones. Todos sus intentos de zafarse resultaron inútiles, pues su agresor le superaba en más de veinte kilos de peso, por lo que, finalmente, mi novio tan sólo hundió su cara en el saco de dormir cuando el sonrosado glande del otro hombre comenzó a dilatar su esfínter.

Están violando a Joaquín, pensé al escuchar sus jadeos. Pero en aquel momento, la idea me resultó indescriptiblemente seductora. De algún modo, consideré que aquel brutal acto era el justo castigo por su cobarde abandono de hacía unos minutos. Sin embargo, invadida por la ternura, extendí mi brazo izquierdo a tientas y, al encontrar su mano, la aferré con fuerza sobre el suelo empedrado. Mientras los dos hombres bombeaban rítmicamente en nuestro interior, Rafa comenzó a hablarnos: “¿Has estado alguna vez en el trullo, Joaquín?” le preguntó, sin dejar de penetrarme. “No, supongo que no. Pues bien: allí descubres que sólo hay dos clases de hombres, los que dan y los que reciben. Y basta mirarte a los ojos para saber de qué clase eres tú”.

Mi novio yacía con la mejilla apoyada en el saco, sin dejar de mirarme, mientras el hombre de raza negra utilizaba egoístamente su culo para obtener un inmenso placer; la delicada palidez de su piel contrastaba con la del moreno. Súbitamente pensé que jamás había compartido con mi pareja un momento tan sórdido e íntimo al mismo tiempo. Le oía gemir a mi lado, como una niñita asustada, y al cabo descubrí cómo, poco a poco, iba ofreciendo cada vez más dócilmente su grupa a las implacables embestidas del negro.

Sofía continuaba a cuatro patas sobre el saco de dormir, cuando súbitamente el otro hombre le introdujo su polla en la boca y, aferrándola por las sienes, inició un rítmico movimiento de pelvis. No sé cuánto tiempo permanecieron aquellos dos pandilleros horadando a Sofía desde ambos extremos de su cuerpo, pero finalmente fue su tierna boca la que condujo a Tomás hasta el orgasmo. Éste se convulsionó de placer mientras derramaba el denso jugo de sus testículos en el interior de su garganta, y a continuación Rafa también alcanzó su climax entre gruñidos de placer, dejándose caer pesadamente sobre su espalda.

El negro abandonó por un momento el interior de Joaquín para girarle, colocándole de espaldas sobre el suelo. Tras agarrar sus tobillos con ambas manos, le levantó las piernas, abriéndolas de par en par hasta dejar expuesto el enrojecido orificio de su ano, para así continuar con la penetración. Joaquín aferró su propio miembro en erección y comenzó a friccionarlo frenéticamente, acompasando su ritmo a las salvajes acometidas del negro. Éste finalmente extrajo su verga oscura de entre las nalgas de mi pareja y comenzó a verter una sucesión de chorros de esperma sobre su pecho. Tal vez fue la candente sensación que le producía aquel líquido viscoso cayendo sobre su vientre lo que le condujo hasta el orgasmo: Joaquín comenzó a correrse entre violentos espasmos, y su semen blanquecino se mezcló con el de su amante a través de una interminable sucesión de descargas que parecían inagotables.

La tormenta duró dos días más, y durante todo aquel tiempo no pudimos abandonar el refugio.

lunes, 29 de junio de 2009

Nueve semanas y media


Elizabeth McNeill

-Esta noche todo el mundo está de humor charlatán, menos yo –dice el hombre–. Desnúdame. Y tómate tu tiempo esta noche, tenemos mucho tiempo. Esta puede aprender unas cuantas cosas de una profesional. Ven aquí, siéntate, mira. Tienes mucho que aprender.

Estoy clavada al desgastado suelo del umbral al cuarto de baño. Ella ha empezado a desnudarle –yo nunca le he desabrochado ni un botón de la camisa– despreocupada y eficazmente, una madre que desnuda a su pequeño para bañarle, cuando el niño está demasiado cansado de un día al aire libre para hacer otra cosa que quedarse quieto y de pie, y la madre está impaciente por quitarle la ropa sucia, meterle en el agua, ponerle el pijama y acostarle.

Cuando está tumbado de espaldas, dice –no mirándome a mí, sino a la mujer que está de pie a su lado:
-Mueve el culo hasta aquí y siéntate en esa silla, si no quieres que vaya a buscarte.

Cruzo en trance la habitación y me siento. Aún en trance, la veo trepar a la cama torcida, y en trance la veo arrodillarse entre sus piernas. No puedo evitar temblar, aunque aprieto una pierna contra otra, los codos contra las rodillas, los nudillos contra los dientes superiores. Su falda sobresale rígida, exponiendo el triángulo negro de sus bragas y su trasero. Durante unos segundos, sólo puedo pensar en lo inmaculado de su piel, mientras mi mente comenta, objetiva y cortésmente sorprendida, cuán graciosa colección de formas se acumula en tan grandes nalgas; la peluca, cuyos pomposos cabellos rubios caen ahora hacia atrás, amontonados entre los omóplatos, se cierne sobre el lugar de encuentro de las piernas del hombre.

Al principio, sólo se oyen ruidos de succión; después, el hombre respira hondo y emite un gemido. Es un sonido que conozco bien. Es un sonido que había imaginado me pertenecía -¿en base a qué?, me pregunto, ¿en base a qué?, que sólo mi boca podía hacer audible, que valía tanto como un billete de lotería premiado, un ascenso, todo mi talento y capacidad… Mis puños están grises y resbaladizos, aún untados de restos de maquillaje. Su mano está entre sus piernas, su cabeza se desplaza verticalmente, con movimientos largos y lentos.

- Así… –susurra él-. ¡Dios!

Ahora tengo en el puño una estopa de acero amarillo, todo el nido cede cuando tiro, lo lanzo hacia atrás por encima del hombro, mis dos manos se abalanzan sobre su pelo, suave, castaño claro con abundantes hebras grises.

-¿Qué demonios…?

Se levanta; después, cuerpos emborronados, y entonces él se sienta al borde de la cama. Estoy doblada sobre su muslo izquierdo, tiene la pierna derecha apoyada en mis corvas, la mano izquierda cerrada sobre mis muñecas aplastadas contra el nacimiento de mi espalda. Aparta el crepitante vinilo y dice:

-Pásame el cinturón.

Mete los dedos entre la goma y la piel y me baja las bragas de áspero dobladillo hasta el nacimiento de los muslos.

Rechino los dientes, ciega de terror y de una furia desconocida para mí. No, no, puede pegarme hasta la eternidad, no emitiré el menor sonido… Veo, de pronto, a una profesora de segundo grado, diciendo a un alumno –un niño hosco, mayor y más alto que el resto-, cuando se le caía un lápiz, y a menudo cuando no había pasado nada en absoluto: “Tu padre debería cruzarte sobre sus piernas, bajarte los pantalones y darte lo que mereces”. Dicho con voz ligera, ominoso como una pesadilla en su misma dulzura; una vez por semana, una nerviosa ola de risitas atravesando una habitación silenciosa, veintiocho niños de siete años inclinando la cabeza sobre el pupitre con una vergüenza para ellos tan inexplicable como penetrante. No he pensado en esta profesora ni en la proximidad de húmedos pantanos que conjuraba desde que me encomendaron a los cuidados de la antipática Miss Lindlay, en tercer grado. Y aquí está, resucitada, liberada, vil: más degradante que cualquier cosa que me hayan hecho hasta ahora; la obligada intimidad carne a carne es mucho peor que estar atada a una cama, que encogerse en el suelo; las esposas y las cadenas son una gracia de Dios comparadas con estar colgada, como si estuvieran sirviendo mis nalgas, la sangre barboteando en mis oídos…

Como es natural, termino por gritar. Se detiene, pero sin soltarme. La fresca palma de una mano acaricia suavemente mi piel, unos dedos trazan líneas de aquí para allá; una mano plana se mueve con delicadeza por mis muslos abajo, hasta donde éstos están sujetos por sus piernas, sigue hacia arriba entre los muslos, desde las rodillas, baja y asciende otra vez, lentamente.

-Dame esa vaselina que traías –dice- y sujétale las manos.

Me están separando las nalgas, siento la presión de su dedo en el ano, una mano entre las piernas, un dedo resbaladizo deslizándose fácilmente en su lugar entre labios cerrados. Tenso todos los músculos. Me concentro en espirales amarillas que giran sobre fondo negro en el interior de mis párpados apretados, rechino los dientes, me hundo las uñas en la palma de las manos, más frenética ahora que cuando empezó a pegarme: no puedo soportarlo, así no, por favor no me dejes… Mi cuerpo empieza a moverse bajo la lenta presión que me obliga a arquearme contra él, y no tarda en contorsionarse codiciosamente sobre su mano.

-Crees que sabes lo que quieres, querida –dice su voz a mi oído, muy baja, casi en un susurro –, pero haces lo que quiere tu coño, siempre.

Me golpea brutalmente.

-Haz que se calle –dice, y me tapa la boca con una mano perfumada, que muerdo con todas mis fuerzas; luego, me meten el foulard entre los dientes, y alguien, que respira pesadamente a mi derecha, lo sujeta en su sitio. Mi boca es liberada una vez más, y sus manos me acarician hasta que mi cuerpo sucumbe, esta vez mucho más aprisa.

-Por favor, no puedo soportarlo, por favor, haz que me corra – lo que, tras un nuevo golpe, se convierte en una sola palabra:

-Por favor…

Siento mi cuerpo empujado encima de la cama, oigo mis sollozos bajo la almohada, apagados y distintas hasta para mí misma, noto una lengua en mi cuerpo; la almohada fuera, su rostro cuelga sobre el mío, pero la lengua sigue allí, abajo, y no tarda en hacerme gemir; mi cabeza en su hombro cuando se tumba cuan largo es a mi lado, su brazo me rodea apretadamente, sus dedos en mi boca; ella lo monta y lo cabalga. Ella y yo nos miramos muy cerca mientras él se corre.

miércoles, 24 de junio de 2009

Examen oral


Relato realizado para Ejercicio TR

...A partir de entonces comencé a cuidar más mi aspecto al acudir a sus clases. Desde siempre, a la hora de vestir me había regido por el principio de destacar sólo uno de mis atributos: si llevaba una falda corta, invariablemente ésta iba acompañada de un cuello alto, y si, por el contrario, recurría a un amplio escote para dejar al descubierto el sugerente canal que forman mis pechos, normalmente la falda llegaba hasta por debajo de las rodillas. Pero aquel día decidí acudir a la clase del señor Acosta con unos pantalones vaqueros muy ajustados, botas altas de tacón y un suéter que exhibía audazmente mis grandes pechos, aprisionados en su parte baja por un Wonderbra.

Por supuesto, había salido de casa a primera hora de la mañana, vestida de una forma mucho más modosa para no ser descubierta por mis padres, cambiándome de ropa en el cuarto de baño de una cafetería. Frente al espejo, maquillé mi rostro con toda la pericia que pude, destacando mis labios con un rojo incandescente y el color mis ojos con una sombra oscura. Al abandonar los servicios, empecé a sentir la mirada de los parroquianos recorriendo toda mi anatomía, perfectamente definida por la ajustada indumentaria, y estilizada aún más por aquellos altos tacones. El colgante de plata que reposaba entre mis pechos vibraba cuando éstos se agitaban a cada paso que daba.

La línea que separa a la femme fatal de la furcia es muy delgada, y yo creía haber alcanzado un aceptable compromiso entre ambas, pero cuando comencé a escuchar los comentarios que mis compañeros de clase me dedicaban al cruzar el pasillo, comprendí que tal vez no había logrado completamente mi objetivo. Fui una de las primeras en entrar en clase, sujetando mi carpeta con ambos brazos sobre el pecho, en un gesto que bien pudiera parecer modoso, pero que aplastaba aquellas dos esferas de carne hasta que amenazaban con salirse del escote. Al sentarme en primera fila cruzando mis piernas enfundadas en tela vaquera, el profesor Acosta esbozó una sonrisa triunfal: la de un zorro que ha logrado colarse en un gallinero.

Me encantaría decir que a partir de entonces terminaron todas las vejaciones en clase, pero lo cierto es que lo peor no había hecho más que empezar. Cada vez que teníamos bioquímica, me levantaba temprano para cambiarme de ropa en el cuarto de baño de cualquier bar, pero el trato del señor Acosta pasó de ser cortante a desagradablemente cariñoso, empapado en una empalagosa dulzura que no hacía más que aguijoneaba el desprecio que me profesaban mis compañeros de clase, especialmente las chicas, para las me había convertido en una buscona. Cualquier excusa era buena para aproximarse a mi sitio con el fin de contemplar descaradamente mi escote, pasarme el brazo sobre los hombros o reposar una mano descuidadamente en cualquiera de mis muslos.

Pero lo peor de todo fue el día en el que salieron las notas del segundo trimestre: tan sólo había sacado un cuatro sobre diez. Además de mis desvelos por agradar a aquel pervertido, me había pasado horas y horas preparando la evaluación en una academia. Cuando solicité ver el examen corregido, apenas pude contener las lágrimas de frustración: la puntuación había sido miserable, claramente a la baja. Cuando protesté de nuevo al señor Acosta, su actitud volvió a ser la del principio.

-Mira, monada –me dijo refunfuñando-. Si quieres, podemos revisar tu examen, pero para ello deberás pasarte por mi despacho al final de clase.

Inicialmente no quise seguirle el juego, pero del segundo trimestre pasé al tercero, con idénticos resultados. Había aprobado todas las asignaturas excepto bioquímica, la cual me estaba haciendo polvo el expediente académico y lo peor de todo era que, siendo una asignatura llave, no podría examinarme de otras en el segundo curso. Mis padres me presionaban cada vez más para que “me aplicara” hasta que finalmente decidí hacerles caso, aunque tal vez no del modo en que ellos pensaban.

Concerté una cita con el señor Acosta, y acudí a ella tras haber prestado especial atención a mi aspecto: una elegante blusa entallada, con tres botones desabrochados, acompañada de una falda oscura bien ceñida, que se ajustaba a mis caderas como una segunda piel, bajo la que me había puesto dos medias negras y unos zapatos de tacón.

Llamé a su puerta con timidez e inmediatamente escuché un “adelante” que acabó confundiéndose con una tos seca. Al abrirla me adentré en una destartalada oficina cargada de humo de pipa, con una mesa de nogal frente a la entrada, las paredes completamente recubiertas de estanterías y a un lado el acceso a un pequeño cuarto de baño. El señor Acosta se encontraba recostado en su sillón, con su pipa en la mano, tras aquel escritorio repleto de papeles amontonados, mientras me observaba de pies a cabeza con una mirada de perversa satisfacción.


Relato completo en PDF


miércoles, 17 de junio de 2009

Sexus


Henry Miller

-Entonces confesó algo que era –bien lo sabía yo- una puñetera mentira, pero aun así, interesante. Una de esas "deformaciones" o "trasposiciones" propias de los sueños. Sí, cosa bastante curiosa, las otras chicas, verdad, sintieron lástima de ella… lástima de haberla metido en aquél fregado. Sabían que no estaba acostumbrada a acostarse con todo quisqui. Así, que pararon el coche y cambiaron de asiento para que se sentara delante, con el tipo peludo, que hasta entonces había parecido decente y tranquilo. Ellas se sentaron detrás en las rodillas de aquellos hombres, con las faldas alzadas, mirando hacia delante y, mientras fumaban sus cigarrillos y reían y bebían, les dejaba ponerse las botas.

"¿Y qué hizo el otro tipo, mientras sucedía eso?", me sentí obligado a preguntar al final.

"No hizo nada", dijo. "Le dejé que me cogiera la mano y le hablé lo más rápido que pude para quitárselo de la cabeza."

"Venga, hombre", dije, "déjate de cuentos. A ver, ¿qué hizo? ¡Cuenta! ¡Cuenta!"

Bueno, el caso es que le tuvo cogida la mano mucho tiempo, lo creáis o no. Además, ¿qué podía hacer? ¿Es que no iba conduciendo el coche?

"¿Quieres decir que en ningún momento se le ocurrió parar el coche?"

Claro que sí. Lo intentó varias veces, pero ella lo convenció para que no lo hiciese… Ése era el rollo. Estaba pensando desesperadamente cómo pasar a la verdad."¿Y al cabo de un rato?", dije, para allanar el terreno.

"Pues, de repente, me soltó la mano…" Hizo una pausa.

"¡Sigue!"

"Y después volvió a cogerla y se la colocó sobre la pierna. Llevaba la bragueta abierta y tenía el aparato tieso… y estremeciéndose. Era un aparato enorme. Me entró un susto tremendo, pero no me dejaba retirar la mano. Tuve que hacerle una paja. Después paró el coche e intentó arrojarme fuera. Le rogué que no lo hiciese. "Sigue conduciendo despacio", dije, "Haré lo que quieras… después. Estoy asustada". Se limpió con un pañuelo y reanudó la marcha. Entonces empezó a decir las guarrerías más soeces…""¿Como por ejemplo? ¿Qué dijo exactamente? ¿Lo recuerdas?"

"Oh, no quiero hablar de eso… era repugnante."

"Después de lo que me has contado, no veo por qué vacilas por unas palabras", dije, "¿Qué diferencia hay? Igual podrías…"

"Muy bien, si lo deseas… "Eres la clase de tía a la que me gusta follar", dijo. "Hace mucho tiempo que tengo ganas de joderte. Me gusta la forma de tu culo. Me gustan tus tetas. No eres virgen: ¿a qué vienen tantos remilgos? Como si no te hubieran jodido más que una gallina… como si no tuvieses un coño que te llega hasta los ojos" …y cosas así."

"Me estás poniendo cachondo", dije. "Vamos, cuéntamelo todo" Ahora veía que le encantaba desembuchar. Ya no era necesario disimular por más tiempo: estábamos disfrutando los dos.

Al parecer, los hombres del asiento trasero querían cambiar de pareja, cosa que la asustó de verdad. "Lo único que podía hacer era fingir que quería que me jodiese el otro primero. Éste quería parar al instante y salir del coche. "Conduce despacio", lo engatusé, "luego podrás hacer lo que quieras conmigo… no quiero tenerlos a todos encima a la vez". Le cogí la picha y empecé a darle masajes. Al cabo de un instante estaba tiesa… más incluso que antes. ¡La Virgen! Te lo aseguro, Val, nunca había tocado una herramienta como aquélla. Debía de ser un animal. Me obligó a cogerle los huevos también: eran pesados y estaban hinchados. Se la meneé deprisa, con la esperanza de hacerlo correrse enseguida…"

"Oye", le interrumpí, excitado con lo de la gran polla de caballo, "hablemos claro. Debías de morirte de ganas de follar, con aquél aparato en la mano…"

"Espera", dijo, con los ojos brillantes. Ya estaba tan mojada como una gansa, con los masajes que le había estado dando…

"No me hagas correrme ahora", suplicó, "o no podré acabar la historia. ¡La Virgen! Nunca pensé que querrías oír todo esto". Cerró las piernas bajo mi mano, para no excitarse demasiado. "Oye, bésame…" y me metió la lengua hasta la garganta. "Ay, Señor, ¡ojalá pudiéramos follar ahora! Esto es una tortura. Tienes que curarte eso pronto… me voy a volver loca…"

"No te distraigas… ¿Qué más ocurrió? ¿Qué hizo él?"

"Me cogió por la nuca y me metió la cabeza a la fuerza en su entrepierna. "Voy a conducir despacio como has dicho", susurró, "quiero que me la chupes. Después de eso, estaré listo para echarte un polvo como Dios manda". Era tan enorme, que creí que iba a asfixiarme. Sentí ganas de morderlo. De verdad, Val, nunca había visto una cosa igual. Me obligó a hacerle de todo. "Ya sabes lo que quiero", dijo, "Usa la lengua. No es la primera vez que te metes una picha en la boca". Al final, empezó a moverse hacia arriba y hacia abajo, a meterla y sacarla. Me tuvo todo el tiempo cogida de la nuca. Estaba a punto de volverme loca. Entonces se corrió… ¡pufff! ¡Qué asco! Creí que no acabaría nunca de correrse. Aparté la cabeza rápidamente y me echó un chorro a la cara… como un toro."

Para entonces estaba a punto de correrme yo también. La picha me bailaba como una vela mojada. "Con purgaciones o sin ellas, esta noche follo", pensé para mis adentros.Después de una pausa, reanudó el relato. Que si la hizo acurrucarse en el rincón del coche con las piernas levantadas y le anduvo hurgando por dentro, mientras conducía con una mano y el coche iba haciendo eses por la carretera, que si le hizo abrirse el coño con las dos manos y después lo enfocó con la linterna, que si le metió el cigarrillo y la obligó a intentar chupar con el coño. Que si uno de ellos intentó ponerse de pie y meterle la picha en la boca, pero que estaba demasiado borracho para lograrlo. Y las chicas… entonces ya en pelotas y cantando canciones verdes, sin saber adónde se dirigía ni qué vendría después.

"No", dijo, "tenía demasiado miedo para sentirme apasionada. Eran capaces de cualquier cosa. Eran unos matones. En lo único que podía pensar era en cómo escapar. Estaba aterrada y lo único que él seguía diciendo era: "Ya verás, preciosa… te voy a joder hasta las entrañas. ¿Qué edad tienes? Ya verás…". Y entonces se la cogía y la blandía como una porra. "Cuando te meta esto dentro de ese chochito tan mono que tienes, vas a sentir algo. Voy a hacer que te salga por la boca. ¿Cuántas veces crees que puedo hacerlo? ¡Adivina!". Tuve que responderle "¿Dos…tres veces?". "Supongo que nunca te han echado un polvo de verdad. ¡Tócala!". Y me hizo cogerla otra vez, mientras se movía hacia delante y hacia atrás. Estaba viscosa y resbaladiza… debió de estar corriéndose todo el tiempo. "¿Qué tal sienta, amiga? Puedo alargarla dos o tres centímetros más, cuando te barrene ese agujero tuyo con ella. Por cierto, ¿qué tal, si te la metiera por el otro agujero? Mira, cuando acabe contigo, no vas a poder ni pensar en follar en un mes". Así es como hablaba…"

"¡Por el amor de Dios, no te detengas ahora!", dije. "¿Qué más?"

Pues, paró el coche, junto a un campo. Se habían acabado las contemplaciones. Las chicas estaban intentando vestirse, pero los tipos las sacaron desnudas. Estaban gritando. Una de ellas se ganó un guantazo en la mandíbula para que fuese aprendiendo y cayó como un tronco junto a la carretera. La otra se puso a apretar las manos, como si estuviese rezando, pero no podía emitir sonido alguno, de tan paralizada estaba por el miedo.

"Esperé a que abriera su puerta", dijo Mona. "Entonces salí de un brinco y eché a correr por el campo. Se me salieron los zapatos. Me corté los pies con los espesos rastrojos. Corrí como una loca y él tras de mí. Me alcanzó y me arrancó el vestido: lo desgarró de un tirón. Después le vi alzar la mano y al momento siguiente vi las estrellas. Tenía agujas en la espalda y veía agujas en el cielo. Él estaba encima de mí cabalgándome como un animal. Me hacía un daño terrible. Quería gritar, pero sabía que lo único que haría sería volver a pegarme. Me quedé tumbada y rígida de miedo y lo dejé magullarme. Me mordió por todo el cuerpo –los labios y las orejas, el cuello, los hombros, los pechos- y no dejó de moverse ni por un instante: no paraba de follar, como un animal enloquecido. Pensé que me había roto todo por dentro. Cuando se retiró, creí que había acabado. Me eché a llorar. "Calla", dijo, "o te doy una patada en la mandíbula". Sentía la espalda como si hubiera estado rodando entre cristales. Él se quedó tumbado boca arriba y me dijo que se la chupase. Todavía la tenía grande y viscosa. Creo que debía de tener una erección perpetua. Tuve que obedecer. "Usa la lengua", dijo, "¡Lámela!". Se quedó tumbado respirando pesadamente, con los ojos en blanco y la boca completamente abierta. Después me puso encima de él, haciéndome saltar como si fuera una pluma, girándome y retorciéndome como si estuviese hecha de goma. "Así está mejor, ¿eh?", dijo. "Ahora dale tú, ¡zorra!", y me sostuvo ligeramente de la cintura con las dos manos, mientras yo follaba con todas mis fuerzas. Te lo juro, Val, no me quedaba una pizca de sentimiento… excepto un dolor abrasador, como si me hubieran metido por el cuerpo una espada al rojo vivo. "Ya está bien", dijo. "Ahora ponte a cuatro patas… y levanta bien el culo". Entonces me lo hizo todo… la sacaba de un sitio y la metía en el otro. Me tenía con la cabeza enterrada en el suelo, en pleno lodo, y me obligó a cogerle los cojones con las dos manos. "¡Apriétalos!", dijo, "pero no demasiado fuerte, ¡o te parto la boca!". El lodo me estaba entrando en los ojos… apestaba horriblemente. De repente, sentí que apretaba con todas sus fuerzas… estaba corriendose otra vez… era caliente y espesa. Yo ya no podía resistir un momento más. Me desplomé de cara contra el suelo y sentí derramárseme la lefa por la espalda. Le oí decir: "¡Maldita sea tu estampa!", y después debió de golpearme otra vez, porque no recuerdo nada hasta que me desperté tiritando de frío y me vi cubierta de cortes y magulladuras. El suelo estaba mojado y yo estaba sola…"

En aquél punto la historia siguió una dirección y después otra y otra. Con mi afán por seguir sus divagaciones, casi me olvidé del sentido de la historia, que era el de que ella había contraído una enfermedad...

miércoles, 10 de junio de 2009

El Arte del Azote


Por Jean Pierre Enard

Tras avanzar por otro pasillo con alfombra de terciopelo, entré en un pequeño dormitorio bien iluminado. Allí me esperaba una muchacha muy joven, sentada en el borde de la cama. Apenas tenía dieciocho años, y solo llevaba puesta una camisa fina de algodón en la que se le marcaban los pezones. Me hizo un gesto y yo me senté junto a ella.

-Aquí soy Sophie –me dijo-. No tienes que decirme tu nombre.

Tenía la voz aguda. Se inclinó hacia mí y me ofreció sus labios, que tenían un gusto ácido, como bayas inglesas.

-¿Te gusto?

En realidad no me gusta mucho, pero no podía decírselo. Murmuré una respuesta vaga y la acerqué hacia mí. En realidad era bastante delgada. La cogí por las nalgas. Eran dos cáscaras de nuez, duras y llenas. Me cabían por completo dentro de la mano. Echaba de menos a la doncella, con su voluptuoso culo. En ese momento, ella entró en la habitación.

-Veo que ya se conocen –dijo.

Alargué la mano hacia su tentador trasero. Ella se apartó rápidamente, sonriendo.

-Ah, no, monsieur. Primero tenemos que encargarnos de Sophie.

Cogió a la joven de la mano y la puso de pie. Entonces le quitó la camisa. La adolescente estaba de pie, desnuda, delante nuestro. Tenía el torso delgado y el pelo del pubis rubio y muy corto, pues le estaba comenzando a crecer. La doncella le dio la vuelta para enseñarme sus nalgas. Eran más redondas y rellenas de lo que me había imaginado. En realidad, eran muy prometedoras... La doncella se sentó en la cama junto a mí y me dijo:

-Mire.

La doncella acercó a Sophie hacia ella y la hizo estirarse sobre sus rodillas. Cogió mi mano y la movió por encima del culo de la chica.

-Tóquelo. Es suave, flexible, firme. Todavía no ha sido usado. Es un regalo digno de un rey, monsieur, pero a partir de ahora no podrá tocarlo.

Comenzó a pellizcar a Sophie en el culo, dejándole algunas marcas rosas y blancas. La adolescente se retorcía sobre las rodillas de la doncella como si fuera un pez recién sacado de la red. Mi sexo se endureció ante la imagen de su culo indefenso, sujeto a cualquier capricho que a la doncella se le ocurriera. Ésta continuó dándole unos golpecitos suaves, desde un ángulo que apenas parecía que tocaran la piel, pero que acabaron haciendo aparecer unas marcas en forma de franja. Mi polla abultaba dentro de mis pantalones. Sophie se dio cuenta, alargó la mano y me bajó la cremallera. Mi órgano salió disparado hacia fuera. La joven lo acarició con una serie de besos delicados, mientras sufría el torrente de fuertes bofetones que le estaba propinando la doncella, y que acabaron por hacer aflorar lágrimas en sus ojos. La doncella volvió a cogerme la mano.

-Tóquelo y verá cómo arde, monsieur.

Era demasiado. El espectáculo del azote más había excitado más de lo que podía imaginarme. Aparté a Sophie a un lado y tumbé a la doncella sobre la cama. Le levanté la falda. Llevaba unas finas bragas de algodón que le cubrían el culo por completo. Se las arranqué con tanta violencia que se rompieron. Ella dejó escapar una sonrisa desdeñosa y susurró:

-A su servicio, señor.

Se puso de rodillas sobre la cama, con la cabeza bajada, como lo haría un fiel que se arrodillara para rezar en dirección a la Meca. Sus nalgas llenaban toda mi visión, dos enormes bolas que revelaban la flor violeta de su ano.

Rápidamente, extendí mi mano sobre ellas, cubriendo tanta superficie como me era posible. A cada golpe, la doncella animaba con una sonrisa, mezcla de placer y gemido. La golpeé sin misericordia, seguro de que podría soportar muchas más cosas. Además, estaba tan excitado que no podría haberle hecho daño. Sólo los sádicos con sangre fría hacen daño a sus víctimas. Esas prácticas no tienen nada que ver con el arte gentil y divertido del azote...

Continué azotando el relleno y tembloroso culo de la doncella. La vi meter la mano entre sus muslos y comenzar a acariciarse, rogándome. “Sí, monsieur, más fuerte, ¡más fuerte!” Mientras, Sophie no estaba ociosa. Se deslizó debajo de su compañera para colocar su raja justo en la cara de la doncella. Ésta comenzó rápidamente a lamerla, jugueteando con la lengua por la ácida rendija mientras la chica me buscaba con la boca. Yo cooperé sin dudarlo y, sin parar un momento de azotar aquellas medias lunas, metí mi pene en la boca de la adolescente.

Estaba fascinado por aquellas nalgas que se tensaban, se entregaban, se recogían y se adaptaban al ritmo de mis azotes. La doncella se puso a trabajar con su sexo, mientras sus gemidos se hacían más rápidos y vehementes. Yo adapté mi ritmo del azote al de sus jadeos. De repente, se puso rígida y chilló, “¡NO!”.

En mi ingenuidad de principiante, pensé por un momento que le había hecho daño. Pero rápidamente lo comprendí, mientras la veía retorcerse y gemir extasiada. En ese mismo instante, se introdujo toda la vulva de Sophie en la boca, labios y clítoris juntos, succionando, lamiendo. La chica se estremeció y se abandonó al climax, llenando toda la habitación de un aroma de ámbar y limón. En cuanto a mí, habría sido de mala educación prolongar mi placer por más tiempo. Eyaculé en la garganta de Sophie un chorro de licor que a punto estuvo de asfixiarla.
Entonces saboreé todo mi triunfo, colocando cada una de mis manos sobre un culo diferente, pero delicioso. Mi visita a al rue Cavour me había enseñado una cosa: ¡en el arte del azote había que olvidar cualquier idea preconcebida!

lunes, 8 de junio de 2009

Vidas gemelas


Un día, llegó aquel tipo y todo cambió por completo. Entró tímidamente, dirigiéndose directamente hacia la barra con una cartera de cuero bajo del brazo. Con su remilgado aspecto de ratoncillo de biblioteca, en aquel ambiente de luces rojas, botellas rellenadas con garrafa y tapicerías de escay, su presencia resultaba un tanto fuera de lugar. Saltaba a la vista de tan sólo se encontraba de paso: tal vez fuera el comercial de una empresa, de camino a Madrid, haciendo una parada para echar una cana al aire antes de reunirse con su esposa. Nada más verle, Lucrecia, la voluptuosa mulata brasileña, se aproximó a él contoneándose sensualmente para susurrarle algo al oído, pero aquel individuo tan sólo la dedicó un breve vistazo antes de pedir al camarero un cubata, ignorándola por completo. Entonces decidí que había llegado mi turno:

-¿Me invitas a una copa? -Debo admitir que aquella no era la forma más original de abordar a un potencial cliente, pero lo que la hacía especial era el escultural cuerpo que acompañaba a esas palabras: alta, con unas piernas interminables cubiertas por medias negras, de aspecto tan pálido y delicado como el de una ninfa enfundada en cuero. Mi melena rubia caía sobre la espalda descubierta aquel vestido, acariciándome sensualmente los hombros desnudos. Cuando el tipo se giró para observarme, creí ver en él un sobresalto, acompañado de una especie de chispa de reconocimiento, como si ya me hubiera visto antes.

-¿Sandra? –me preguntó, atónito.

-Anna –le corregí-. Pero puedes llamarme como quieras….

Mi respuesta pareció activar en él alguna clase de mecanismo interno, y por un momento su rostro deambuló entre la sorpresa, la suspicacia y la atracción. Tras unos segundos de duda, la sonrisa que finalmente me dedicó era ya, en sí misma, toda una respuesta a mi pregunta. Cuando tomé la copa que me ofrecía y palpé descaradamente su paquete, el tamaño de su erección me resultó sorprendente: estaba claro que había algo en mí que le atraía especialmente.

-¿De dónde eres? –me preguntó.

-De Kiev, Ucrania –y ante aquella respuesta, su sonrisa se ensanchó aún más.

-Hablas muy bien el español, ¿llevas mucho tiempo aquí? –prosiguió.

-Unos cinco años –repuse, evasiva.

-¿Qué edad tienes? ¿Veinticinco? -Cuando asentí un tanto sorprendida, él añadió complacido- ¿Y qué va incluido en el servicio?

-Por cincuenta, un francés natural y polvo con preservativo –Puesto que aquel tipo parecía ser de los que le gustaba oír todo aquello, decidí seguirle la corriente con actitud profesional-. Beso negro y griego sólo si pagas treinta más.

-¿Te gusta trabajar aquí?

-Me encanta, lo hago por puro vicio –mentí, tratando de parecer convincente-. Me da la oportunidad de complacer a varios hombres cada noche.

A las dos semanas de llegar a España, ya era capaz de recitar de memoria un centenar de frases hechas como aquella: construir un diálogo con un cliente no era más que componer una especie de puzzle lingüístico, evitando el repetir dos veces la misma frase. En fin, aquella conversación continuó de una forma igualmente intrascendente hasta que finalmente aquel hombrecillo de aspecto ratonil agarró mi brazo y me pidió que le llevara hasta una de las habitaciones.

Al pasar frente a Lucrecia, me encontré ante una nueva mirada de resentimiento. Antaño había sido una mujer de formas rotundas, pero las cuatro décadas de existencia le habían pasado factura, y ahora era una madura rechoncha, aunque no desprovista de atractivo. Se trataba de un excepcional caso de prostituta vocacional, no porque se hubiera iniciado en el oficio por otro motivo que el de escapar a la pobreza, sino porque su autoestima se basaba en el deseo que lograba despertar a sus clientes. Esta sórdida y servil profesionalidad, era su orgullo, lo único que la quedaba, algo que ahora otras competidoras más jóvenes la estábamos poco a poco arrebatando y por ello no ocultaba los celos hacia nosotras.

Tras lavar con esponja un miembro que amenazaba con reventar a causa la excitación, me arrodillé frente a él para introducírmelo en la boca y comenzar así con la felación. He de reconocer que con los clientes de paso normalmente intento que la cosa dure lo menos posible, pero lo cierto es que aquel tipo se corrió en mi boca en un tiempo récord: el simple espectáculo de verme mamándole la polla con una pasión mal fingida le condujo hasta el orgasmo de la forma más súbita y violenta que jamás he presenciado. Aferrándome por las sienes, comenzó a convulsionarse entre gritos de placer, hasta caer de espaldas sobre la cama, permaneciendo tumbado durante un largo rato. Tras abrir de nuevo los ojos y volver a la realidad, se subió súbitamente los pantalones, trató de recomponer su aspecto lo mejor que pudo, y sin añadir una sola palabra se marchó del local apresuradamente.

En aquel momento supuse que jamás volvería a verle, pero al cabo de una semana me lo encontré de nuevo, esta vez apoyado en la barra hablando con Damián, con una caja de cartón bajo el brazo. Al verme aparecer, mi jefe tomó los billetes que el hombrecillo le ofrecía e hizo un gesto a Yuri, quien nos condujo hasta una habitación de la segunda planta, más amplia y en cierto modo menos sórdida que las del resto del edificio, provista de un pequeño cuarto de baño e incluso un par de ventanas que daban a la carretera. Nada más entrar, mi cliente cerró la puerta tras de sí para sentarse sobre una silla, invitándome a que lo imitara en el borde de la cama.

-Quiero que te pongas esto –me dijo, entregándome la caja con aire solemne.

La abrí, esperando encontrarme ante un conjunto de cuero y látex, o tal vez alguna sofisticada pieza de lencería, pero en su interior tan sólo encontré un traje con chaqueta y unos zapatos a juego. Era ropa de marca, sobria pero al mismo tiempo elegante, y pese a encontrarse en buen estado, no parecía nueva.

-Quítate el maquillaje –añadió-. Y recógete el pelo.

Sin pronunciar una sola palabra, entré en el cuarto de baño dispuesta a obedecerle y cuando me desnudé para ponerme aquella ropa, descubrí que era de mi talla: aparentemente, aquel tipo tenía un buen ojo. Antes de regresar a la habitación, eché un vistazo a mi aspecto frente al espejo: ahora parecía una respetable mujer de negocios. Al abrir la puerta, el rostro de mi cliente se iluminó de satisfacción y su voz sonó un tanto metálica al hablar:

-Este es el trato: te pagaré 150 euros la hora, y durante ese tiempo te llamarás Sandra, ¿entendido? -no era una oferta.

jueves, 4 de junio de 2009

Hacer el odio


El sol resbalaba por mi cuerpo desnudo, apenas oculto por un triángulo de tela oscura, el día en que le conocí. Inmediatamente sentí su mirada de deseo recorriéndome, como si se tratase de una caricia, mientras le observaba a través de mis gafas oscuras.

Era moreno, alto y de complexión atlética. Tenía el cabello revuelto y dos grandes ojos grises que no dejaban de mirarme. Iba acompañado de una hermosa mujer, aún joven, que llevaba en brazos a un niño de apenas tres años. Pero eso no importaba.

Habían comprado aquella casa frente a la mía, a doscientos metros de la playa, para pasar los fines de semana. Normalmente, llegaban los viernes por la noche para regresar a la ciudad cuarenta y ocho horas después, aunque ella permaneció sola con su hijo durante todo el mes de julio, mientras su marido trabajaba entre semana.

Durante ese verano, aquella pequeña familia consagró todo su tiempo libre a restaurar su modesta vivienda, a la que añadieron un precioso porche de madera. Poco a poco, a medida que su obra cobraba vida y forma, fueron edificando sus sueños en torno a ella.

Yo les observaba desde mi jardín, sonriendo.

Les denuncié una semana antes de que finalizaran la obra: la construcción había sido realizada sin el permiso del ayuntamiento y violaba varias ordenanzas municipales. El juicio se prolongó durante meses; hasta que finalmente nos encontramos de nuevo en los juzgados, esta vez vestidos de traje. Pude descubrir que el deseo hacia mí aún permanecía en los ojos del hombre, sepultado bajo su desprecio. Yo sonreía.

Cuando las máquinas demolieron aquel porche, su existencia se transformó por completo. Una vida sin objetivos es como un barco sin timón; el desencanto y la indolencia destruyen a una relación como si fuera una enfermedad, de una forma tal vez intangible e indolora, pero real.

Un día me reuní con la mujer:
-Tu marido y yo hemos sido amantes –le dije-. Lo siento, sólo fue un error.

Cuando observé cómo asomaban las lágrimas en sus ojos, supe que había logrado un nuevo triunfo. A partir de entonces, tan sólo tuve que aguardar.

Aguardé a que las miradas que me dirigía su esposo al cruzarnos por la calle cobraran un nuevo significado para ella. Aguardé a que mi sonrisa al verle se convirtiera en mudo testigo de su adulterio. Aguardé a que las discusiones entre ambos se prolongaran hasta bien entrada la madrugada. Aguardé a que todos los esfuerzos de aquel pobre infeliz por ocultar nuestros encuentros casuales se transformaran en la mejor evidencia de su mentira. Aguardé a que la exhibición de mi cuerpo desnudo en mi jardín se convirtiera en algo insoportable para ambos.

Y durante varios meses, aquella casa permaneció vacía. Hasta que un día llegó aquel coche, y él salió de su interior, completamente solo y con dos maletas en la mano. Al vernos, ambos intercambiamos una mirada de mutua compresión: yo sabía que él sabía que yo sabía todo lo que había ocurrido. Por ello, sonreí de nuevo y entonces descubrí que su deseo se había mezclado con algo mucho más amargo e intenso.

Pasaron dos semanas, y durante aquel tiempo tan sólo intercambiamos miradas furtivas.

Entonces llamó a mi puerta.

Cuando le dejé entrar, me aferró del cuello para empujarme contra la pared. Pensé que iba a golpearme, pero en su lugar comenzó a devorar apasionadamente mi cuello. Yo me dejé caer de rodillas para liberar su miembro y comenzar a mamárselo, pero súbitamente me empujó de bruces contra el sofá, bajó mis pantalones y abrió mis nalgas para abrirse paso brutalmente en mi interior, con un único movimiento brusco.

Entonces hicimos el odio.

Su cuerpo funcionaba como una poderosa maquinaria que bombeaba furiosamente en mi interior, horadándome con una intensidad implacable. El sudor resbalaba por su piel, formando diminutos regueros que desembocaban en la ingle, llegando hasta mis nalgas. A cada embestida, tiraba fuertemente de mi pelo, con esa mezcla de violencia y lujuria que sólo pueden alcanzar dos hombres que practican el sexo. La estrecha intimidad que nos otorgaba aquel acto se mezclaba sórdidamente con el odio que él sentía hacia mí.

Entonces, decidí decirle toda la verdad.

Le conté cómo había seducido a su esposa, aquel mes en el que había estado sola entre semana. Le describí detalles de su cuerpo desnudo que sólo podría conocer un amante. Rememoré sus preferencias sexuales, la pasión con la que gemía cuando devoraba sus pechos aspirando la suave aureola de sus pezones. Le conté la facilidad con la que podía tragarse mi verga hasta casi hacerla desaparecer en su garganta.

Por un momento, él se detuvo y me miró con una expresión vacía; sus ojos parecían desprender una luz extraña, procedente de algún recóndito lugar de su interior. Su bofetada me pilló por sorpresa, pero a continuación volvió a taladrarme aún con más furia.

Al acabar, dejó caer su cuerpo sobre el mío y yací aplastado bajo su peso, con la cara hundida en el sofá, empapado en su sudor.

martes, 2 de junio de 2009

Las Edades de Lulú

Por Almudena Grandes

Una era la sudamericana, estaba segura, otro era Pablo, porque jamás me había ofrecido a nadie sin tomar parte en el juego, y debía de haber un tercero, un segundo hombre, sin duda, porque creía notar predominio de formas masculinas, su contacto era anguloso y áspero, o tal vez la sudamericana fuera un tío después de todo, estaba desconcertada, y ellos, quienes fueran, hacían todo lo posible por desorientarme todavía más, sus manos y sus bocas se movían muy rápidamente encima de mi cuerpo, cambiaban al instante de objetivo, era imposible seguirles la pista, adivinar si la lengua que reaparecía ahora sobre mi torturada oreja era la misma que segundos antes había desaparecido entre mis piernas, identificar las caricias, los mordiscos, no podía saber quiénes eran, algo demasiado gordo para ser un dedo se posó sobre mis párpados cerrados, por encima de la venda, presionó alternativamente sobre mis ojos más tarde, un pene -no me atrevía a calificarlo de otra manera; estando así, a ciegas, con las manos atadas, cómo saber si era una polla gloriosa, toda una verga incluso, o, por el contrario, solamente una picha triste y arrugada?-, me dejó sentir su punta contra un pecho, rodeándolo primero, golpeando el pezón rítmicamente más tarde, impregnándome de baba pegajosa.

Y Marcelo lo estaba contemplando todo.

Durante un tiempo intenté contenerme, no abandonarme, permanecer quieta, sin expresar complacencia, mantener todo el cuerpo pegado a la colcha, la cabeza recta, lo hacía por él, no quería que me viera entregada, pero advertí que mi piel empezaba a saturarse, conocía bien las diversas etapas del proceso, los poros erizados, al principio, después calor, una oleada que me inundaba el vientre para desparramarse luego en todas las direcciones, cosquillas inmotivadas, gratuitas, en las corvas, sobre la cara interior de los muslos, en torno al ombligo, un hormigueo frenético que preludiaba el inminente estallido, entonces un muelle inexistente, de potencia fabulosa, saltaba de pronto dentro de mí, propulsándome violentamente hacia delante, y ése era el principio del fin, la claudicación de todas las voluntades, mis movimientos se reducían en proporciones drásticas, me limitaba a abrirme, a arquear el cuerpo hasta que notaba que me dolían los huesos, y mantenía la tensión mientras basculaba armoniosamente contra el agente desencadenante del fenómeno, cualquiera que fuera, tratando de procurarme la definitiva escisión.

Mi piel se estaba saturando, y yo no podía luchar contra ella.

-Cuando quieras... -la voz de Pablo, quebrada y ronca, inauguró una nueva fase. Las manos, todas las manos, y todas las bocas, me abandonaron instantáneamente. Unos dedos frescos y húmedos, deliciosos sobre la piel ardiente, resbalaron por debajo de una de mis orejas y la liberaron del pequeño tormento de la goma. Sus uñas no sobresalían con respecto a la punta de los dedos. La sudamericana tenía las uñas cortas, lo recordaba porque me había fijado antes en sus manos, unas manos preciosas, finas y delicadas, impropias del resto de su cuerpo. La bola de plástico cayó de entre mis labios. Su ausencia me produjo una sensación tan agradable que apenas moví la mandíbula un par de veces para desentumecer la mitad inferior de mi rostro, me sentí obligada a manifestar mi gratitud.

-Gracias...

Alguien que no era Pablo, porque él jamás habría reaccionado así, reprimió una carcajada El sonido me resultó lejanamente familiar, pero no tuve tiempo de pararme a analizar sus posibles fuentes, porque no habían transcurrido más de un par de segundos cuando me encontré nuevamente con la boca llena.

Un desconocido sexo masculino se deslizaba entre mis labios.

-Yo sigo aquí, estoy a tu lado -se trataba de una aclaración totalmente innecesaria, porque sabía de sobra que no era él. Percibí su aliento junto a mi rostro, y noté cómo una de sus manos penetraba entre mi nuca y la almohada, aferrándose a mis cabellos e impulsándome a continuación hacia arriba, guiando acompasadamente mi cabeza contra el émbolo de carne que entraba y salía de mi boca, una polla anónima, bastante más grande que la suya en la base desde luego, pero de forma agudamente decreciente en dirección a la punta, que me parecía más corta y más estrecha.

Al rato, cuando los movimientos de mi desconocido visitante se hacían más incontrolados por momentos, noté que Pablo se incorporaba y se arrodillaba a mi lado.
Supuse que iba a unirse a nosotros, pero no lo hizo.
Sus manos comenzaron a hurgar en el pañuelo que sujetaba mi muñeca derecha, hasta desprenderla del barrote dorado. Casi al mismo tiempo, otras manos, que no pude identificar con plena seguridad como propiedad de mi amante de turno, desataron mi mano izquierda. El extrajo su sexo de mi boca, entonces.
Alguien se dedicó a deshacer las ligaduras que apresaban mis tobillos.
Alguien tomó mis dos muñecas y me las ató una contra otra, en medio de la espalda.
Ya presentía que eran solamente dos, dos hombres, quizá desde el principio, lo de la sudamericana seguramente no había sido más que un espejismo. Posiblemente habían sido sólo dos hombres, desde el principio, pero ahora, con tanto movimiento, ya no sabía quién era Pablo y quién era el otro, había vuelto a perder todas mis referencias.
Alguien me empujó para darme la vuelta.
Alguien se aferró a mi cinturón, tiró de él para arriba y me obligó a clavar las rodillas en la cama.
Alguien, situado detrás de mí, me penetró.
Alguien, situado delante de mí, tomó mi cabeza entre sus manos y la sostuvo mientras introducía su sexo en mi boca. Era la polla de Pablo.

-Te quiero...

Solía repetírmelo en los momentos clave, me tranquilizaba y me daba ánimos. Sabía que su voz disipaba mis dudas y mis remordimientos.

Marcelo lo estaba viendo todo. Tal vez también había escuchado su última frase, pero yo ya estaba muy lejos de él, muy lejos de todo, estaba casi completamente ida, a punto de correrme.

-Déjame, Lulú -no dejaba de ser gracioso, que me pidiera precisamente eso, que le dejara, cuando apenas era capaz de apartar la boca de su cuerpo sin ayuda, mis manos completamente inmovilizadas, mi cuerpo inmovilizado también por las gozosas embestidas que me atravesaban-. Ahora me toca a mí...

Levantó mi cabeza con mucho cuidado y la depositó sobre la cama, mi mejilla izquierda en contacto con la colcha. Como impulsado por una cruel intuición, el desconocido salió de mí en el preciso momento en que mi sexo comenzaba a palpitar y a agitarse por sí solo, ajeno a mi voluntad.

-No me hagáis eso, ahora -apenas podía escuchar mi propia voz, un susurro casi inaudible-. Ahora no...

-Pero... ¿cómo puedes ser tan zorra, querida? -la risa latía bajo las palabras de Pablo-. Si ni siquiera sabes quién es... ¿O ya te lo imaginas? -le contesté que no, no lo sabía, la verdad era que no tenía ni idea de quién podía ser, y tampoco me importaba nada, con tal de que algo o alguien me rellenara de una vez-. Lulú, Lulú... ¡qué vergüenza! Tener que contemplar una escena como ésta, de la propia esposa de uno, es demasiado fuerte para un hombre de bien... -los dos seguían allí, en alguna parte, sin tocarme un pelo. Los segundos transcurrían lentamente, sin que ocurriera nada. Yo estaba cada vez más histérica, tenía que tomar una decisión, y opté por intentar prescindir de ellos, bien a mi pesar. Estiré las piernas y traté de frotarme contra la colcha. Fracasé estrepitosamente en un par de tentativas, porque me costaba mucho trabajo coordinar mis movimientos con las manos atadas, pero al final logré establecer un contacto regular, si bien demasiado exiguo, con la tela. No me sirvió de mucho, los resultados fueron francamente decepcionantes, mis movimientos incrementaban las ansias de mi sexo en lugar de amortiguarlas, Pablo seguía hablando, su discurso me excitaba más que cualquier caricia. En fin, que estás hecha un putón, hija mía, por mí no te cortes, déjalo, sigue restregándote el coño contra la colcha, pero habla, coméntanos la jugada, ¿te da gusto? ¡Qué espectáculo tan lamentable, Lulú!, y delante de todos nuestros invitados, todos están aquí, mirándote, ¡qué pensarán de nosotros ahora! Pero tú sigue, no te preocupes por mí, total no pienso aguantar esto mucho más tiempo, me voy, me largo ahora mismo, ¿para qué seguir aquí, presenciando cómo se liquida el honor de un caballero...? Ahora, que de ésta te acuerdas, eso sí, te juro que te acuerdas -se inclinó sobre mí para hablarme al oído, su cuerpo completamente inaccesible todavía-, te voy a dejar encerrada aquí un par de días, a lo mejor incluso te vuelvo a atar a la cama, otra vez, pero con cinta adhesiva, a ver si así se te bajan los humos...

-Por favor -dirigí la cabeza en dirección a su voz e insistí por última vez, al borde de las lágrimas-, por favor, Pablo, por favor...

Entonces, unas manos me aferraron violentamente por la cintura y me dieron la vuelta en el aire. Sus dedos se hundieron nuevamente en mi cuerpo y me atrajeron rápidamente hacia delante. Cuando por fin comenzó a perforarme, volvió a decirme que me quería. Lo repitió varias veces, en voz muy baja, como una letanía, mientras me conducía hábilmente hacia mi propia aniquilación.

Pero ellos no tenían bastante, todavía.

Me penetraron por turnos, a intervalos regulares, uno tras otro, de forma sistemática y ordenada. Después, el que no era Pablo, me levantó por las axilas y me obligó a ponerme de pie. Le pedí que me sujetara, porque las piernas me temblaban, y lo hizo, me ayudó a caminar unos pasos y entonces escuché la voz de Pablo, instándome a que me detuviera.

El era el único que había hablado, todo el tiempo, el otro aún no había despegado los labios, y yo seguía sin verle, no podía ver nada, el pañuelo que me sobre mis sienes, presentía que si el placer no hubiera sido tan intenso ya me habría estallado la cabeza de dolor.

Pablo se colocó detrás de mí y me desató las manos.

-Súbete encima de él.

Sus brazos me guiaron, me arrodillé primero encima de lo que supuse era una especie de chaiselongue corta y muy vieja, tapizada de cuero oscuro, procedente del mobiliario del viejo taller-atelier de mi suegra. El desconocido me cogió por la cintura, entonces, y me situó encima de sí, una de sus manos sostuvo su sexo mientras con la otra me ayudaba a introducirme en él. Luego, ambas recorrieron mi cuerpo durante un breve, brevísimo período, tras el cual hicieron presa en mi trasero, amasando ligeramente la carne antes de estirarla completamente para franquear un segundo acceso a mi interior.

Vaya, esta noche vamos a tener un fin de fiesta de gala, pensé, mientras volvía a admirarme de la tranquila naturalidad con la que ambos, Pablo y el otro, se repartían mi cuerpo equitativamente, como si estuvieran acostumbrados a compartirlo todo.
Fui penetrada por segunda vez casi inmediatamente.

El cuerpo del desconocido se tensó debajo de mí, sus manos modificaron mi postura, me obligó a tumbarme encima de él al tiempo que levantaba mis brazos para que apoyara las manos en el respaldo. Luego se quedó quieto. Solamente entonces Pablo comenzó a moverse, muy despacio pero de forma muy intensa a la vez, sus acometidas me impulsaban contra el cuerpo de otro hombre, que me alejaba después de sí, las manos firmes en mi cintura, para facilitar un nuevo comienzo, y mientras el ritmo de la penetración se hacía progresivamente regular, más fácil y fluido, advertí que mi anónimo visitante se disponía a abandonar su inicial actitud de pasividad elevando todo su cuerpo hacia mí, imperceptiblemente al principio, más nítidamente después, aunque siempre con suavidad, acoplándose de forma casi perfecta a la frecuencia que Pablo marcaba desde atrás, sus sexos se movían a la vez, dentro de mí, podía percibir con claridad la presencia de ambos, sus puntas se tocaban, se rozaban a través de lo que yo sentía como una débil membrana, un leve tabique de piel cuya precaria integridad parecía resentirse con cada contacto, y se hacía más delgado, cada vez más delgado. Me van a romper, pensaba yo, van a romperme y entonces se encontrarán de verdad, el uno con el otro, me lo repetía a mí misma, me gustaba escuchármelo, van a romperme, qué idea tan deliciosa, la enfermiza membrana deshecha para siempre, y su estupor cuando adviertan la catástrofe, sus extremos unidos, mi cuerpo un único recinto, uno solo, para siempre, me van a romper, seguía pensándolo cuando les avisé que me corría, no solía hacerlo, generalmente no lo hacía, pero aquella vez la advertencia brotó espontáneamente de mis labios, me voy a correr, y sus movimientos se intensificaron, me fulminaron, no fui capaz de darme cuentita de nada al principio, luego noté que debajo de mí el cuerpo del desconocido temblaba y se retorcía, sus labios gemían, sus espasmos prolongaban mis propios espasmos, entonces, desde atrás, una mano arrancó el pañuelo que me tapaba los ojos, pero no los abrí, no podía hacerlo todavía; no hasta que Pablo terminara de agitarse encima de mí, no hasta que su presión se disolviera del todo.

Después permanecimos inmóviles un momento, los tres, en silencio.
Quizás, pensé, lo mejor sea no abrir los ojos, salir de él a ciegas, a ciegas dar la vuelta y meterme en la cama, acurrucarme en una esquina y esperar.

Seguramente, eso hubiera sido lo mejor, pero no fui capaz de resistir la curiosidad, y levanté trabajosamente la cabeza, hundida hasta entonces en su hombro, esperé un par de segundos y le miré a la cara.

Mi hermano, sus rasgos aún distorsionados por las huellas del placer, me sonreía.