lunes, 29 de junio de 2009

Nueve semanas y media


Elizabeth McNeill

-Esta noche todo el mundo está de humor charlatán, menos yo –dice el hombre–. Desnúdame. Y tómate tu tiempo esta noche, tenemos mucho tiempo. Esta puede aprender unas cuantas cosas de una profesional. Ven aquí, siéntate, mira. Tienes mucho que aprender.

Estoy clavada al desgastado suelo del umbral al cuarto de baño. Ella ha empezado a desnudarle –yo nunca le he desabrochado ni un botón de la camisa– despreocupada y eficazmente, una madre que desnuda a su pequeño para bañarle, cuando el niño está demasiado cansado de un día al aire libre para hacer otra cosa que quedarse quieto y de pie, y la madre está impaciente por quitarle la ropa sucia, meterle en el agua, ponerle el pijama y acostarle.

Cuando está tumbado de espaldas, dice –no mirándome a mí, sino a la mujer que está de pie a su lado:
-Mueve el culo hasta aquí y siéntate en esa silla, si no quieres que vaya a buscarte.

Cruzo en trance la habitación y me siento. Aún en trance, la veo trepar a la cama torcida, y en trance la veo arrodillarse entre sus piernas. No puedo evitar temblar, aunque aprieto una pierna contra otra, los codos contra las rodillas, los nudillos contra los dientes superiores. Su falda sobresale rígida, exponiendo el triángulo negro de sus bragas y su trasero. Durante unos segundos, sólo puedo pensar en lo inmaculado de su piel, mientras mi mente comenta, objetiva y cortésmente sorprendida, cuán graciosa colección de formas se acumula en tan grandes nalgas; la peluca, cuyos pomposos cabellos rubios caen ahora hacia atrás, amontonados entre los omóplatos, se cierne sobre el lugar de encuentro de las piernas del hombre.

Al principio, sólo se oyen ruidos de succión; después, el hombre respira hondo y emite un gemido. Es un sonido que conozco bien. Es un sonido que había imaginado me pertenecía -¿en base a qué?, me pregunto, ¿en base a qué?, que sólo mi boca podía hacer audible, que valía tanto como un billete de lotería premiado, un ascenso, todo mi talento y capacidad… Mis puños están grises y resbaladizos, aún untados de restos de maquillaje. Su mano está entre sus piernas, su cabeza se desplaza verticalmente, con movimientos largos y lentos.

- Así… –susurra él-. ¡Dios!

Ahora tengo en el puño una estopa de acero amarillo, todo el nido cede cuando tiro, lo lanzo hacia atrás por encima del hombro, mis dos manos se abalanzan sobre su pelo, suave, castaño claro con abundantes hebras grises.

-¿Qué demonios…?

Se levanta; después, cuerpos emborronados, y entonces él se sienta al borde de la cama. Estoy doblada sobre su muslo izquierdo, tiene la pierna derecha apoyada en mis corvas, la mano izquierda cerrada sobre mis muñecas aplastadas contra el nacimiento de mi espalda. Aparta el crepitante vinilo y dice:

-Pásame el cinturón.

Mete los dedos entre la goma y la piel y me baja las bragas de áspero dobladillo hasta el nacimiento de los muslos.

Rechino los dientes, ciega de terror y de una furia desconocida para mí. No, no, puede pegarme hasta la eternidad, no emitiré el menor sonido… Veo, de pronto, a una profesora de segundo grado, diciendo a un alumno –un niño hosco, mayor y más alto que el resto-, cuando se le caía un lápiz, y a menudo cuando no había pasado nada en absoluto: “Tu padre debería cruzarte sobre sus piernas, bajarte los pantalones y darte lo que mereces”. Dicho con voz ligera, ominoso como una pesadilla en su misma dulzura; una vez por semana, una nerviosa ola de risitas atravesando una habitación silenciosa, veintiocho niños de siete años inclinando la cabeza sobre el pupitre con una vergüenza para ellos tan inexplicable como penetrante. No he pensado en esta profesora ni en la proximidad de húmedos pantanos que conjuraba desde que me encomendaron a los cuidados de la antipática Miss Lindlay, en tercer grado. Y aquí está, resucitada, liberada, vil: más degradante que cualquier cosa que me hayan hecho hasta ahora; la obligada intimidad carne a carne es mucho peor que estar atada a una cama, que encogerse en el suelo; las esposas y las cadenas son una gracia de Dios comparadas con estar colgada, como si estuvieran sirviendo mis nalgas, la sangre barboteando en mis oídos…

Como es natural, termino por gritar. Se detiene, pero sin soltarme. La fresca palma de una mano acaricia suavemente mi piel, unos dedos trazan líneas de aquí para allá; una mano plana se mueve con delicadeza por mis muslos abajo, hasta donde éstos están sujetos por sus piernas, sigue hacia arriba entre los muslos, desde las rodillas, baja y asciende otra vez, lentamente.

-Dame esa vaselina que traías –dice- y sujétale las manos.

Me están separando las nalgas, siento la presión de su dedo en el ano, una mano entre las piernas, un dedo resbaladizo deslizándose fácilmente en su lugar entre labios cerrados. Tenso todos los músculos. Me concentro en espirales amarillas que giran sobre fondo negro en el interior de mis párpados apretados, rechino los dientes, me hundo las uñas en la palma de las manos, más frenética ahora que cuando empezó a pegarme: no puedo soportarlo, así no, por favor no me dejes… Mi cuerpo empieza a moverse bajo la lenta presión que me obliga a arquearme contra él, y no tarda en contorsionarse codiciosamente sobre su mano.

-Crees que sabes lo que quieres, querida –dice su voz a mi oído, muy baja, casi en un susurro –, pero haces lo que quiere tu coño, siempre.

Me golpea brutalmente.

-Haz que se calle –dice, y me tapa la boca con una mano perfumada, que muerdo con todas mis fuerzas; luego, me meten el foulard entre los dientes, y alguien, que respira pesadamente a mi derecha, lo sujeta en su sitio. Mi boca es liberada una vez más, y sus manos me acarician hasta que mi cuerpo sucumbe, esta vez mucho más aprisa.

-Por favor, no puedo soportarlo, por favor, haz que me corra – lo que, tras un nuevo golpe, se convierte en una sola palabra:

-Por favor…

Siento mi cuerpo empujado encima de la cama, oigo mis sollozos bajo la almohada, apagados y distintas hasta para mí misma, noto una lengua en mi cuerpo; la almohada fuera, su rostro cuelga sobre el mío, pero la lengua sigue allí, abajo, y no tarda en hacerme gemir; mi cabeza en su hombro cuando se tumba cuan largo es a mi lado, su brazo me rodea apretadamente, sus dedos en mi boca; ella lo monta y lo cabalga. Ella y yo nos miramos muy cerca mientras él se corre.

miércoles, 24 de junio de 2009

Examen oral


Relato realizado para Ejercicio TR

...A partir de entonces comencé a cuidar más mi aspecto al acudir a sus clases. Desde siempre, a la hora de vestir me había regido por el principio de destacar sólo uno de mis atributos: si llevaba una falda corta, invariablemente ésta iba acompañada de un cuello alto, y si, por el contrario, recurría a un amplio escote para dejar al descubierto el sugerente canal que forman mis pechos, normalmente la falda llegaba hasta por debajo de las rodillas. Pero aquel día decidí acudir a la clase del señor Acosta con unos pantalones vaqueros muy ajustados, botas altas de tacón y un suéter que exhibía audazmente mis grandes pechos, aprisionados en su parte baja por un Wonderbra.

Por supuesto, había salido de casa a primera hora de la mañana, vestida de una forma mucho más modosa para no ser descubierta por mis padres, cambiándome de ropa en el cuarto de baño de una cafetería. Frente al espejo, maquillé mi rostro con toda la pericia que pude, destacando mis labios con un rojo incandescente y el color mis ojos con una sombra oscura. Al abandonar los servicios, empecé a sentir la mirada de los parroquianos recorriendo toda mi anatomía, perfectamente definida por la ajustada indumentaria, y estilizada aún más por aquellos altos tacones. El colgante de plata que reposaba entre mis pechos vibraba cuando éstos se agitaban a cada paso que daba.

La línea que separa a la femme fatal de la furcia es muy delgada, y yo creía haber alcanzado un aceptable compromiso entre ambas, pero cuando comencé a escuchar los comentarios que mis compañeros de clase me dedicaban al cruzar el pasillo, comprendí que tal vez no había logrado completamente mi objetivo. Fui una de las primeras en entrar en clase, sujetando mi carpeta con ambos brazos sobre el pecho, en un gesto que bien pudiera parecer modoso, pero que aplastaba aquellas dos esferas de carne hasta que amenazaban con salirse del escote. Al sentarme en primera fila cruzando mis piernas enfundadas en tela vaquera, el profesor Acosta esbozó una sonrisa triunfal: la de un zorro que ha logrado colarse en un gallinero.

Me encantaría decir que a partir de entonces terminaron todas las vejaciones en clase, pero lo cierto es que lo peor no había hecho más que empezar. Cada vez que teníamos bioquímica, me levantaba temprano para cambiarme de ropa en el cuarto de baño de cualquier bar, pero el trato del señor Acosta pasó de ser cortante a desagradablemente cariñoso, empapado en una empalagosa dulzura que no hacía más que aguijoneaba el desprecio que me profesaban mis compañeros de clase, especialmente las chicas, para las me había convertido en una buscona. Cualquier excusa era buena para aproximarse a mi sitio con el fin de contemplar descaradamente mi escote, pasarme el brazo sobre los hombros o reposar una mano descuidadamente en cualquiera de mis muslos.

Pero lo peor de todo fue el día en el que salieron las notas del segundo trimestre: tan sólo había sacado un cuatro sobre diez. Además de mis desvelos por agradar a aquel pervertido, me había pasado horas y horas preparando la evaluación en una academia. Cuando solicité ver el examen corregido, apenas pude contener las lágrimas de frustración: la puntuación había sido miserable, claramente a la baja. Cuando protesté de nuevo al señor Acosta, su actitud volvió a ser la del principio.

-Mira, monada –me dijo refunfuñando-. Si quieres, podemos revisar tu examen, pero para ello deberás pasarte por mi despacho al final de clase.

Inicialmente no quise seguirle el juego, pero del segundo trimestre pasé al tercero, con idénticos resultados. Había aprobado todas las asignaturas excepto bioquímica, la cual me estaba haciendo polvo el expediente académico y lo peor de todo era que, siendo una asignatura llave, no podría examinarme de otras en el segundo curso. Mis padres me presionaban cada vez más para que “me aplicara” hasta que finalmente decidí hacerles caso, aunque tal vez no del modo en que ellos pensaban.

Concerté una cita con el señor Acosta, y acudí a ella tras haber prestado especial atención a mi aspecto: una elegante blusa entallada, con tres botones desabrochados, acompañada de una falda oscura bien ceñida, que se ajustaba a mis caderas como una segunda piel, bajo la que me había puesto dos medias negras y unos zapatos de tacón.

Llamé a su puerta con timidez e inmediatamente escuché un “adelante” que acabó confundiéndose con una tos seca. Al abrirla me adentré en una destartalada oficina cargada de humo de pipa, con una mesa de nogal frente a la entrada, las paredes completamente recubiertas de estanterías y a un lado el acceso a un pequeño cuarto de baño. El señor Acosta se encontraba recostado en su sillón, con su pipa en la mano, tras aquel escritorio repleto de papeles amontonados, mientras me observaba de pies a cabeza con una mirada de perversa satisfacción.


Relato completo en PDF


miércoles, 17 de junio de 2009

Sexus


Henry Miller

-Entonces confesó algo que era –bien lo sabía yo- una puñetera mentira, pero aun así, interesante. Una de esas "deformaciones" o "trasposiciones" propias de los sueños. Sí, cosa bastante curiosa, las otras chicas, verdad, sintieron lástima de ella… lástima de haberla metido en aquél fregado. Sabían que no estaba acostumbrada a acostarse con todo quisqui. Así, que pararon el coche y cambiaron de asiento para que se sentara delante, con el tipo peludo, que hasta entonces había parecido decente y tranquilo. Ellas se sentaron detrás en las rodillas de aquellos hombres, con las faldas alzadas, mirando hacia delante y, mientras fumaban sus cigarrillos y reían y bebían, les dejaba ponerse las botas.

"¿Y qué hizo el otro tipo, mientras sucedía eso?", me sentí obligado a preguntar al final.

"No hizo nada", dijo. "Le dejé que me cogiera la mano y le hablé lo más rápido que pude para quitárselo de la cabeza."

"Venga, hombre", dije, "déjate de cuentos. A ver, ¿qué hizo? ¡Cuenta! ¡Cuenta!"

Bueno, el caso es que le tuvo cogida la mano mucho tiempo, lo creáis o no. Además, ¿qué podía hacer? ¿Es que no iba conduciendo el coche?

"¿Quieres decir que en ningún momento se le ocurrió parar el coche?"

Claro que sí. Lo intentó varias veces, pero ella lo convenció para que no lo hiciese… Ése era el rollo. Estaba pensando desesperadamente cómo pasar a la verdad."¿Y al cabo de un rato?", dije, para allanar el terreno.

"Pues, de repente, me soltó la mano…" Hizo una pausa.

"¡Sigue!"

"Y después volvió a cogerla y se la colocó sobre la pierna. Llevaba la bragueta abierta y tenía el aparato tieso… y estremeciéndose. Era un aparato enorme. Me entró un susto tremendo, pero no me dejaba retirar la mano. Tuve que hacerle una paja. Después paró el coche e intentó arrojarme fuera. Le rogué que no lo hiciese. "Sigue conduciendo despacio", dije, "Haré lo que quieras… después. Estoy asustada". Se limpió con un pañuelo y reanudó la marcha. Entonces empezó a decir las guarrerías más soeces…""¿Como por ejemplo? ¿Qué dijo exactamente? ¿Lo recuerdas?"

"Oh, no quiero hablar de eso… era repugnante."

"Después de lo que me has contado, no veo por qué vacilas por unas palabras", dije, "¿Qué diferencia hay? Igual podrías…"

"Muy bien, si lo deseas… "Eres la clase de tía a la que me gusta follar", dijo. "Hace mucho tiempo que tengo ganas de joderte. Me gusta la forma de tu culo. Me gustan tus tetas. No eres virgen: ¿a qué vienen tantos remilgos? Como si no te hubieran jodido más que una gallina… como si no tuvieses un coño que te llega hasta los ojos" …y cosas así."

"Me estás poniendo cachondo", dije. "Vamos, cuéntamelo todo" Ahora veía que le encantaba desembuchar. Ya no era necesario disimular por más tiempo: estábamos disfrutando los dos.

Al parecer, los hombres del asiento trasero querían cambiar de pareja, cosa que la asustó de verdad. "Lo único que podía hacer era fingir que quería que me jodiese el otro primero. Éste quería parar al instante y salir del coche. "Conduce despacio", lo engatusé, "luego podrás hacer lo que quieras conmigo… no quiero tenerlos a todos encima a la vez". Le cogí la picha y empecé a darle masajes. Al cabo de un instante estaba tiesa… más incluso que antes. ¡La Virgen! Te lo aseguro, Val, nunca había tocado una herramienta como aquélla. Debía de ser un animal. Me obligó a cogerle los huevos también: eran pesados y estaban hinchados. Se la meneé deprisa, con la esperanza de hacerlo correrse enseguida…"

"Oye", le interrumpí, excitado con lo de la gran polla de caballo, "hablemos claro. Debías de morirte de ganas de follar, con aquél aparato en la mano…"

"Espera", dijo, con los ojos brillantes. Ya estaba tan mojada como una gansa, con los masajes que le había estado dando…

"No me hagas correrme ahora", suplicó, "o no podré acabar la historia. ¡La Virgen! Nunca pensé que querrías oír todo esto". Cerró las piernas bajo mi mano, para no excitarse demasiado. "Oye, bésame…" y me metió la lengua hasta la garganta. "Ay, Señor, ¡ojalá pudiéramos follar ahora! Esto es una tortura. Tienes que curarte eso pronto… me voy a volver loca…"

"No te distraigas… ¿Qué más ocurrió? ¿Qué hizo él?"

"Me cogió por la nuca y me metió la cabeza a la fuerza en su entrepierna. "Voy a conducir despacio como has dicho", susurró, "quiero que me la chupes. Después de eso, estaré listo para echarte un polvo como Dios manda". Era tan enorme, que creí que iba a asfixiarme. Sentí ganas de morderlo. De verdad, Val, nunca había visto una cosa igual. Me obligó a hacerle de todo. "Ya sabes lo que quiero", dijo, "Usa la lengua. No es la primera vez que te metes una picha en la boca". Al final, empezó a moverse hacia arriba y hacia abajo, a meterla y sacarla. Me tuvo todo el tiempo cogida de la nuca. Estaba a punto de volverme loca. Entonces se corrió… ¡pufff! ¡Qué asco! Creí que no acabaría nunca de correrse. Aparté la cabeza rápidamente y me echó un chorro a la cara… como un toro."

Para entonces estaba a punto de correrme yo también. La picha me bailaba como una vela mojada. "Con purgaciones o sin ellas, esta noche follo", pensé para mis adentros.Después de una pausa, reanudó el relato. Que si la hizo acurrucarse en el rincón del coche con las piernas levantadas y le anduvo hurgando por dentro, mientras conducía con una mano y el coche iba haciendo eses por la carretera, que si le hizo abrirse el coño con las dos manos y después lo enfocó con la linterna, que si le metió el cigarrillo y la obligó a intentar chupar con el coño. Que si uno de ellos intentó ponerse de pie y meterle la picha en la boca, pero que estaba demasiado borracho para lograrlo. Y las chicas… entonces ya en pelotas y cantando canciones verdes, sin saber adónde se dirigía ni qué vendría después.

"No", dijo, "tenía demasiado miedo para sentirme apasionada. Eran capaces de cualquier cosa. Eran unos matones. En lo único que podía pensar era en cómo escapar. Estaba aterrada y lo único que él seguía diciendo era: "Ya verás, preciosa… te voy a joder hasta las entrañas. ¿Qué edad tienes? Ya verás…". Y entonces se la cogía y la blandía como una porra. "Cuando te meta esto dentro de ese chochito tan mono que tienes, vas a sentir algo. Voy a hacer que te salga por la boca. ¿Cuántas veces crees que puedo hacerlo? ¡Adivina!". Tuve que responderle "¿Dos…tres veces?". "Supongo que nunca te han echado un polvo de verdad. ¡Tócala!". Y me hizo cogerla otra vez, mientras se movía hacia delante y hacia atrás. Estaba viscosa y resbaladiza… debió de estar corriéndose todo el tiempo. "¿Qué tal sienta, amiga? Puedo alargarla dos o tres centímetros más, cuando te barrene ese agujero tuyo con ella. Por cierto, ¿qué tal, si te la metiera por el otro agujero? Mira, cuando acabe contigo, no vas a poder ni pensar en follar en un mes". Así es como hablaba…"

"¡Por el amor de Dios, no te detengas ahora!", dije. "¿Qué más?"

Pues, paró el coche, junto a un campo. Se habían acabado las contemplaciones. Las chicas estaban intentando vestirse, pero los tipos las sacaron desnudas. Estaban gritando. Una de ellas se ganó un guantazo en la mandíbula para que fuese aprendiendo y cayó como un tronco junto a la carretera. La otra se puso a apretar las manos, como si estuviese rezando, pero no podía emitir sonido alguno, de tan paralizada estaba por el miedo.

"Esperé a que abriera su puerta", dijo Mona. "Entonces salí de un brinco y eché a correr por el campo. Se me salieron los zapatos. Me corté los pies con los espesos rastrojos. Corrí como una loca y él tras de mí. Me alcanzó y me arrancó el vestido: lo desgarró de un tirón. Después le vi alzar la mano y al momento siguiente vi las estrellas. Tenía agujas en la espalda y veía agujas en el cielo. Él estaba encima de mí cabalgándome como un animal. Me hacía un daño terrible. Quería gritar, pero sabía que lo único que haría sería volver a pegarme. Me quedé tumbada y rígida de miedo y lo dejé magullarme. Me mordió por todo el cuerpo –los labios y las orejas, el cuello, los hombros, los pechos- y no dejó de moverse ni por un instante: no paraba de follar, como un animal enloquecido. Pensé que me había roto todo por dentro. Cuando se retiró, creí que había acabado. Me eché a llorar. "Calla", dijo, "o te doy una patada en la mandíbula". Sentía la espalda como si hubiera estado rodando entre cristales. Él se quedó tumbado boca arriba y me dijo que se la chupase. Todavía la tenía grande y viscosa. Creo que debía de tener una erección perpetua. Tuve que obedecer. "Usa la lengua", dijo, "¡Lámela!". Se quedó tumbado respirando pesadamente, con los ojos en blanco y la boca completamente abierta. Después me puso encima de él, haciéndome saltar como si fuera una pluma, girándome y retorciéndome como si estuviese hecha de goma. "Así está mejor, ¿eh?", dijo. "Ahora dale tú, ¡zorra!", y me sostuvo ligeramente de la cintura con las dos manos, mientras yo follaba con todas mis fuerzas. Te lo juro, Val, no me quedaba una pizca de sentimiento… excepto un dolor abrasador, como si me hubieran metido por el cuerpo una espada al rojo vivo. "Ya está bien", dijo. "Ahora ponte a cuatro patas… y levanta bien el culo". Entonces me lo hizo todo… la sacaba de un sitio y la metía en el otro. Me tenía con la cabeza enterrada en el suelo, en pleno lodo, y me obligó a cogerle los cojones con las dos manos. "¡Apriétalos!", dijo, "pero no demasiado fuerte, ¡o te parto la boca!". El lodo me estaba entrando en los ojos… apestaba horriblemente. De repente, sentí que apretaba con todas sus fuerzas… estaba corriendose otra vez… era caliente y espesa. Yo ya no podía resistir un momento más. Me desplomé de cara contra el suelo y sentí derramárseme la lefa por la espalda. Le oí decir: "¡Maldita sea tu estampa!", y después debió de golpearme otra vez, porque no recuerdo nada hasta que me desperté tiritando de frío y me vi cubierta de cortes y magulladuras. El suelo estaba mojado y yo estaba sola…"

En aquél punto la historia siguió una dirección y después otra y otra. Con mi afán por seguir sus divagaciones, casi me olvidé del sentido de la historia, que era el de que ella había contraído una enfermedad...

miércoles, 10 de junio de 2009

El Arte del Azote


Por Jean Pierre Enard

Tras avanzar por otro pasillo con alfombra de terciopelo, entré en un pequeño dormitorio bien iluminado. Allí me esperaba una muchacha muy joven, sentada en el borde de la cama. Apenas tenía dieciocho años, y solo llevaba puesta una camisa fina de algodón en la que se le marcaban los pezones. Me hizo un gesto y yo me senté junto a ella.

-Aquí soy Sophie –me dijo-. No tienes que decirme tu nombre.

Tenía la voz aguda. Se inclinó hacia mí y me ofreció sus labios, que tenían un gusto ácido, como bayas inglesas.

-¿Te gusto?

En realidad no me gusta mucho, pero no podía decírselo. Murmuré una respuesta vaga y la acerqué hacia mí. En realidad era bastante delgada. La cogí por las nalgas. Eran dos cáscaras de nuez, duras y llenas. Me cabían por completo dentro de la mano. Echaba de menos a la doncella, con su voluptuoso culo. En ese momento, ella entró en la habitación.

-Veo que ya se conocen –dijo.

Alargué la mano hacia su tentador trasero. Ella se apartó rápidamente, sonriendo.

-Ah, no, monsieur. Primero tenemos que encargarnos de Sophie.

Cogió a la joven de la mano y la puso de pie. Entonces le quitó la camisa. La adolescente estaba de pie, desnuda, delante nuestro. Tenía el torso delgado y el pelo del pubis rubio y muy corto, pues le estaba comenzando a crecer. La doncella le dio la vuelta para enseñarme sus nalgas. Eran más redondas y rellenas de lo que me había imaginado. En realidad, eran muy prometedoras... La doncella se sentó en la cama junto a mí y me dijo:

-Mire.

La doncella acercó a Sophie hacia ella y la hizo estirarse sobre sus rodillas. Cogió mi mano y la movió por encima del culo de la chica.

-Tóquelo. Es suave, flexible, firme. Todavía no ha sido usado. Es un regalo digno de un rey, monsieur, pero a partir de ahora no podrá tocarlo.

Comenzó a pellizcar a Sophie en el culo, dejándole algunas marcas rosas y blancas. La adolescente se retorcía sobre las rodillas de la doncella como si fuera un pez recién sacado de la red. Mi sexo se endureció ante la imagen de su culo indefenso, sujeto a cualquier capricho que a la doncella se le ocurriera. Ésta continuó dándole unos golpecitos suaves, desde un ángulo que apenas parecía que tocaran la piel, pero que acabaron haciendo aparecer unas marcas en forma de franja. Mi polla abultaba dentro de mis pantalones. Sophie se dio cuenta, alargó la mano y me bajó la cremallera. Mi órgano salió disparado hacia fuera. La joven lo acarició con una serie de besos delicados, mientras sufría el torrente de fuertes bofetones que le estaba propinando la doncella, y que acabaron por hacer aflorar lágrimas en sus ojos. La doncella volvió a cogerme la mano.

-Tóquelo y verá cómo arde, monsieur.

Era demasiado. El espectáculo del azote más había excitado más de lo que podía imaginarme. Aparté a Sophie a un lado y tumbé a la doncella sobre la cama. Le levanté la falda. Llevaba unas finas bragas de algodón que le cubrían el culo por completo. Se las arranqué con tanta violencia que se rompieron. Ella dejó escapar una sonrisa desdeñosa y susurró:

-A su servicio, señor.

Se puso de rodillas sobre la cama, con la cabeza bajada, como lo haría un fiel que se arrodillara para rezar en dirección a la Meca. Sus nalgas llenaban toda mi visión, dos enormes bolas que revelaban la flor violeta de su ano.

Rápidamente, extendí mi mano sobre ellas, cubriendo tanta superficie como me era posible. A cada golpe, la doncella animaba con una sonrisa, mezcla de placer y gemido. La golpeé sin misericordia, seguro de que podría soportar muchas más cosas. Además, estaba tan excitado que no podría haberle hecho daño. Sólo los sádicos con sangre fría hacen daño a sus víctimas. Esas prácticas no tienen nada que ver con el arte gentil y divertido del azote...

Continué azotando el relleno y tembloroso culo de la doncella. La vi meter la mano entre sus muslos y comenzar a acariciarse, rogándome. “Sí, monsieur, más fuerte, ¡más fuerte!” Mientras, Sophie no estaba ociosa. Se deslizó debajo de su compañera para colocar su raja justo en la cara de la doncella. Ésta comenzó rápidamente a lamerla, jugueteando con la lengua por la ácida rendija mientras la chica me buscaba con la boca. Yo cooperé sin dudarlo y, sin parar un momento de azotar aquellas medias lunas, metí mi pene en la boca de la adolescente.

Estaba fascinado por aquellas nalgas que se tensaban, se entregaban, se recogían y se adaptaban al ritmo de mis azotes. La doncella se puso a trabajar con su sexo, mientras sus gemidos se hacían más rápidos y vehementes. Yo adapté mi ritmo del azote al de sus jadeos. De repente, se puso rígida y chilló, “¡NO!”.

En mi ingenuidad de principiante, pensé por un momento que le había hecho daño. Pero rápidamente lo comprendí, mientras la veía retorcerse y gemir extasiada. En ese mismo instante, se introdujo toda la vulva de Sophie en la boca, labios y clítoris juntos, succionando, lamiendo. La chica se estremeció y se abandonó al climax, llenando toda la habitación de un aroma de ámbar y limón. En cuanto a mí, habría sido de mala educación prolongar mi placer por más tiempo. Eyaculé en la garganta de Sophie un chorro de licor que a punto estuvo de asfixiarla.
Entonces saboreé todo mi triunfo, colocando cada una de mis manos sobre un culo diferente, pero delicioso. Mi visita a al rue Cavour me había enseñado una cosa: ¡en el arte del azote había que olvidar cualquier idea preconcebida!

lunes, 8 de junio de 2009

Vidas gemelas


Un día, llegó aquel tipo y todo cambió por completo. Entró tímidamente, dirigiéndose directamente hacia la barra con una cartera de cuero bajo del brazo. Con su remilgado aspecto de ratoncillo de biblioteca, en aquel ambiente de luces rojas, botellas rellenadas con garrafa y tapicerías de escay, su presencia resultaba un tanto fuera de lugar. Saltaba a la vista de tan sólo se encontraba de paso: tal vez fuera el comercial de una empresa, de camino a Madrid, haciendo una parada para echar una cana al aire antes de reunirse con su esposa. Nada más verle, Lucrecia, la voluptuosa mulata brasileña, se aproximó a él contoneándose sensualmente para susurrarle algo al oído, pero aquel individuo tan sólo la dedicó un breve vistazo antes de pedir al camarero un cubata, ignorándola por completo. Entonces decidí que había llegado mi turno:

-¿Me invitas a una copa? -Debo admitir que aquella no era la forma más original de abordar a un potencial cliente, pero lo que la hacía especial era el escultural cuerpo que acompañaba a esas palabras: alta, con unas piernas interminables cubiertas por medias negras, de aspecto tan pálido y delicado como el de una ninfa enfundada en cuero. Mi melena rubia caía sobre la espalda descubierta aquel vestido, acariciándome sensualmente los hombros desnudos. Cuando el tipo se giró para observarme, creí ver en él un sobresalto, acompañado de una especie de chispa de reconocimiento, como si ya me hubiera visto antes.

-¿Sandra? –me preguntó, atónito.

-Anna –le corregí-. Pero puedes llamarme como quieras….

Mi respuesta pareció activar en él alguna clase de mecanismo interno, y por un momento su rostro deambuló entre la sorpresa, la suspicacia y la atracción. Tras unos segundos de duda, la sonrisa que finalmente me dedicó era ya, en sí misma, toda una respuesta a mi pregunta. Cuando tomé la copa que me ofrecía y palpé descaradamente su paquete, el tamaño de su erección me resultó sorprendente: estaba claro que había algo en mí que le atraía especialmente.

-¿De dónde eres? –me preguntó.

-De Kiev, Ucrania –y ante aquella respuesta, su sonrisa se ensanchó aún más.

-Hablas muy bien el español, ¿llevas mucho tiempo aquí? –prosiguió.

-Unos cinco años –repuse, evasiva.

-¿Qué edad tienes? ¿Veinticinco? -Cuando asentí un tanto sorprendida, él añadió complacido- ¿Y qué va incluido en el servicio?

-Por cincuenta, un francés natural y polvo con preservativo –Puesto que aquel tipo parecía ser de los que le gustaba oír todo aquello, decidí seguirle la corriente con actitud profesional-. Beso negro y griego sólo si pagas treinta más.

-¿Te gusta trabajar aquí?

-Me encanta, lo hago por puro vicio –mentí, tratando de parecer convincente-. Me da la oportunidad de complacer a varios hombres cada noche.

A las dos semanas de llegar a España, ya era capaz de recitar de memoria un centenar de frases hechas como aquella: construir un diálogo con un cliente no era más que componer una especie de puzzle lingüístico, evitando el repetir dos veces la misma frase. En fin, aquella conversación continuó de una forma igualmente intrascendente hasta que finalmente aquel hombrecillo de aspecto ratonil agarró mi brazo y me pidió que le llevara hasta una de las habitaciones.

Al pasar frente a Lucrecia, me encontré ante una nueva mirada de resentimiento. Antaño había sido una mujer de formas rotundas, pero las cuatro décadas de existencia le habían pasado factura, y ahora era una madura rechoncha, aunque no desprovista de atractivo. Se trataba de un excepcional caso de prostituta vocacional, no porque se hubiera iniciado en el oficio por otro motivo que el de escapar a la pobreza, sino porque su autoestima se basaba en el deseo que lograba despertar a sus clientes. Esta sórdida y servil profesionalidad, era su orgullo, lo único que la quedaba, algo que ahora otras competidoras más jóvenes la estábamos poco a poco arrebatando y por ello no ocultaba los celos hacia nosotras.

Tras lavar con esponja un miembro que amenazaba con reventar a causa la excitación, me arrodillé frente a él para introducírmelo en la boca y comenzar así con la felación. He de reconocer que con los clientes de paso normalmente intento que la cosa dure lo menos posible, pero lo cierto es que aquel tipo se corrió en mi boca en un tiempo récord: el simple espectáculo de verme mamándole la polla con una pasión mal fingida le condujo hasta el orgasmo de la forma más súbita y violenta que jamás he presenciado. Aferrándome por las sienes, comenzó a convulsionarse entre gritos de placer, hasta caer de espaldas sobre la cama, permaneciendo tumbado durante un largo rato. Tras abrir de nuevo los ojos y volver a la realidad, se subió súbitamente los pantalones, trató de recomponer su aspecto lo mejor que pudo, y sin añadir una sola palabra se marchó del local apresuradamente.

En aquel momento supuse que jamás volvería a verle, pero al cabo de una semana me lo encontré de nuevo, esta vez apoyado en la barra hablando con Damián, con una caja de cartón bajo el brazo. Al verme aparecer, mi jefe tomó los billetes que el hombrecillo le ofrecía e hizo un gesto a Yuri, quien nos condujo hasta una habitación de la segunda planta, más amplia y en cierto modo menos sórdida que las del resto del edificio, provista de un pequeño cuarto de baño e incluso un par de ventanas que daban a la carretera. Nada más entrar, mi cliente cerró la puerta tras de sí para sentarse sobre una silla, invitándome a que lo imitara en el borde de la cama.

-Quiero que te pongas esto –me dijo, entregándome la caja con aire solemne.

La abrí, esperando encontrarme ante un conjunto de cuero y látex, o tal vez alguna sofisticada pieza de lencería, pero en su interior tan sólo encontré un traje con chaqueta y unos zapatos a juego. Era ropa de marca, sobria pero al mismo tiempo elegante, y pese a encontrarse en buen estado, no parecía nueva.

-Quítate el maquillaje –añadió-. Y recógete el pelo.

Sin pronunciar una sola palabra, entré en el cuarto de baño dispuesta a obedecerle y cuando me desnudé para ponerme aquella ropa, descubrí que era de mi talla: aparentemente, aquel tipo tenía un buen ojo. Antes de regresar a la habitación, eché un vistazo a mi aspecto frente al espejo: ahora parecía una respetable mujer de negocios. Al abrir la puerta, el rostro de mi cliente se iluminó de satisfacción y su voz sonó un tanto metálica al hablar:

-Este es el trato: te pagaré 150 euros la hora, y durante ese tiempo te llamarás Sandra, ¿entendido? -no era una oferta.

jueves, 4 de junio de 2009

Hacer el odio


El sol resbalaba por mi cuerpo desnudo, apenas oculto por un triángulo de tela oscura, el día en que le conocí. Inmediatamente sentí su mirada de deseo recorriéndome, como si se tratase de una caricia, mientras le observaba a través de mis gafas oscuras.

Era moreno, alto y de complexión atlética. Tenía el cabello revuelto y dos grandes ojos grises que no dejaban de mirarme. Iba acompañado de una hermosa mujer, aún joven, que llevaba en brazos a un niño de apenas tres años. Pero eso no importaba.

Habían comprado aquella casa frente a la mía, a doscientos metros de la playa, para pasar los fines de semana. Normalmente, llegaban los viernes por la noche para regresar a la ciudad cuarenta y ocho horas después, aunque ella permaneció sola con su hijo durante todo el mes de julio, mientras su marido trabajaba entre semana.

Durante ese verano, aquella pequeña familia consagró todo su tiempo libre a restaurar su modesta vivienda, a la que añadieron un precioso porche de madera. Poco a poco, a medida que su obra cobraba vida y forma, fueron edificando sus sueños en torno a ella.

Yo les observaba desde mi jardín, sonriendo.

Les denuncié una semana antes de que finalizaran la obra: la construcción había sido realizada sin el permiso del ayuntamiento y violaba varias ordenanzas municipales. El juicio se prolongó durante meses; hasta que finalmente nos encontramos de nuevo en los juzgados, esta vez vestidos de traje. Pude descubrir que el deseo hacia mí aún permanecía en los ojos del hombre, sepultado bajo su desprecio. Yo sonreía.

Cuando las máquinas demolieron aquel porche, su existencia se transformó por completo. Una vida sin objetivos es como un barco sin timón; el desencanto y la indolencia destruyen a una relación como si fuera una enfermedad, de una forma tal vez intangible e indolora, pero real.

Un día me reuní con la mujer:
-Tu marido y yo hemos sido amantes –le dije-. Lo siento, sólo fue un error.

Cuando observé cómo asomaban las lágrimas en sus ojos, supe que había logrado un nuevo triunfo. A partir de entonces, tan sólo tuve que aguardar.

Aguardé a que las miradas que me dirigía su esposo al cruzarnos por la calle cobraran un nuevo significado para ella. Aguardé a que mi sonrisa al verle se convirtiera en mudo testigo de su adulterio. Aguardé a que las discusiones entre ambos se prolongaran hasta bien entrada la madrugada. Aguardé a que todos los esfuerzos de aquel pobre infeliz por ocultar nuestros encuentros casuales se transformaran en la mejor evidencia de su mentira. Aguardé a que la exhibición de mi cuerpo desnudo en mi jardín se convirtiera en algo insoportable para ambos.

Y durante varios meses, aquella casa permaneció vacía. Hasta que un día llegó aquel coche, y él salió de su interior, completamente solo y con dos maletas en la mano. Al vernos, ambos intercambiamos una mirada de mutua compresión: yo sabía que él sabía que yo sabía todo lo que había ocurrido. Por ello, sonreí de nuevo y entonces descubrí que su deseo se había mezclado con algo mucho más amargo e intenso.

Pasaron dos semanas, y durante aquel tiempo tan sólo intercambiamos miradas furtivas.

Entonces llamó a mi puerta.

Cuando le dejé entrar, me aferró del cuello para empujarme contra la pared. Pensé que iba a golpearme, pero en su lugar comenzó a devorar apasionadamente mi cuello. Yo me dejé caer de rodillas para liberar su miembro y comenzar a mamárselo, pero súbitamente me empujó de bruces contra el sofá, bajó mis pantalones y abrió mis nalgas para abrirse paso brutalmente en mi interior, con un único movimiento brusco.

Entonces hicimos el odio.

Su cuerpo funcionaba como una poderosa maquinaria que bombeaba furiosamente en mi interior, horadándome con una intensidad implacable. El sudor resbalaba por su piel, formando diminutos regueros que desembocaban en la ingle, llegando hasta mis nalgas. A cada embestida, tiraba fuertemente de mi pelo, con esa mezcla de violencia y lujuria que sólo pueden alcanzar dos hombres que practican el sexo. La estrecha intimidad que nos otorgaba aquel acto se mezclaba sórdidamente con el odio que él sentía hacia mí.

Entonces, decidí decirle toda la verdad.

Le conté cómo había seducido a su esposa, aquel mes en el que había estado sola entre semana. Le describí detalles de su cuerpo desnudo que sólo podría conocer un amante. Rememoré sus preferencias sexuales, la pasión con la que gemía cuando devoraba sus pechos aspirando la suave aureola de sus pezones. Le conté la facilidad con la que podía tragarse mi verga hasta casi hacerla desaparecer en su garganta.

Por un momento, él se detuvo y me miró con una expresión vacía; sus ojos parecían desprender una luz extraña, procedente de algún recóndito lugar de su interior. Su bofetada me pilló por sorpresa, pero a continuación volvió a taladrarme aún con más furia.

Al acabar, dejó caer su cuerpo sobre el mío y yací aplastado bajo su peso, con la cara hundida en el sofá, empapado en su sudor.

martes, 2 de junio de 2009

Las Edades de Lulú

Por Almudena Grandes

Una era la sudamericana, estaba segura, otro era Pablo, porque jamás me había ofrecido a nadie sin tomar parte en el juego, y debía de haber un tercero, un segundo hombre, sin duda, porque creía notar predominio de formas masculinas, su contacto era anguloso y áspero, o tal vez la sudamericana fuera un tío después de todo, estaba desconcertada, y ellos, quienes fueran, hacían todo lo posible por desorientarme todavía más, sus manos y sus bocas se movían muy rápidamente encima de mi cuerpo, cambiaban al instante de objetivo, era imposible seguirles la pista, adivinar si la lengua que reaparecía ahora sobre mi torturada oreja era la misma que segundos antes había desaparecido entre mis piernas, identificar las caricias, los mordiscos, no podía saber quiénes eran, algo demasiado gordo para ser un dedo se posó sobre mis párpados cerrados, por encima de la venda, presionó alternativamente sobre mis ojos más tarde, un pene -no me atrevía a calificarlo de otra manera; estando así, a ciegas, con las manos atadas, cómo saber si era una polla gloriosa, toda una verga incluso, o, por el contrario, solamente una picha triste y arrugada?-, me dejó sentir su punta contra un pecho, rodeándolo primero, golpeando el pezón rítmicamente más tarde, impregnándome de baba pegajosa.

Y Marcelo lo estaba contemplando todo.

Durante un tiempo intenté contenerme, no abandonarme, permanecer quieta, sin expresar complacencia, mantener todo el cuerpo pegado a la colcha, la cabeza recta, lo hacía por él, no quería que me viera entregada, pero advertí que mi piel empezaba a saturarse, conocía bien las diversas etapas del proceso, los poros erizados, al principio, después calor, una oleada que me inundaba el vientre para desparramarse luego en todas las direcciones, cosquillas inmotivadas, gratuitas, en las corvas, sobre la cara interior de los muslos, en torno al ombligo, un hormigueo frenético que preludiaba el inminente estallido, entonces un muelle inexistente, de potencia fabulosa, saltaba de pronto dentro de mí, propulsándome violentamente hacia delante, y ése era el principio del fin, la claudicación de todas las voluntades, mis movimientos se reducían en proporciones drásticas, me limitaba a abrirme, a arquear el cuerpo hasta que notaba que me dolían los huesos, y mantenía la tensión mientras basculaba armoniosamente contra el agente desencadenante del fenómeno, cualquiera que fuera, tratando de procurarme la definitiva escisión.

Mi piel se estaba saturando, y yo no podía luchar contra ella.

-Cuando quieras... -la voz de Pablo, quebrada y ronca, inauguró una nueva fase. Las manos, todas las manos, y todas las bocas, me abandonaron instantáneamente. Unos dedos frescos y húmedos, deliciosos sobre la piel ardiente, resbalaron por debajo de una de mis orejas y la liberaron del pequeño tormento de la goma. Sus uñas no sobresalían con respecto a la punta de los dedos. La sudamericana tenía las uñas cortas, lo recordaba porque me había fijado antes en sus manos, unas manos preciosas, finas y delicadas, impropias del resto de su cuerpo. La bola de plástico cayó de entre mis labios. Su ausencia me produjo una sensación tan agradable que apenas moví la mandíbula un par de veces para desentumecer la mitad inferior de mi rostro, me sentí obligada a manifestar mi gratitud.

-Gracias...

Alguien que no era Pablo, porque él jamás habría reaccionado así, reprimió una carcajada El sonido me resultó lejanamente familiar, pero no tuve tiempo de pararme a analizar sus posibles fuentes, porque no habían transcurrido más de un par de segundos cuando me encontré nuevamente con la boca llena.

Un desconocido sexo masculino se deslizaba entre mis labios.

-Yo sigo aquí, estoy a tu lado -se trataba de una aclaración totalmente innecesaria, porque sabía de sobra que no era él. Percibí su aliento junto a mi rostro, y noté cómo una de sus manos penetraba entre mi nuca y la almohada, aferrándose a mis cabellos e impulsándome a continuación hacia arriba, guiando acompasadamente mi cabeza contra el émbolo de carne que entraba y salía de mi boca, una polla anónima, bastante más grande que la suya en la base desde luego, pero de forma agudamente decreciente en dirección a la punta, que me parecía más corta y más estrecha.

Al rato, cuando los movimientos de mi desconocido visitante se hacían más incontrolados por momentos, noté que Pablo se incorporaba y se arrodillaba a mi lado.
Supuse que iba a unirse a nosotros, pero no lo hizo.
Sus manos comenzaron a hurgar en el pañuelo que sujetaba mi muñeca derecha, hasta desprenderla del barrote dorado. Casi al mismo tiempo, otras manos, que no pude identificar con plena seguridad como propiedad de mi amante de turno, desataron mi mano izquierda. El extrajo su sexo de mi boca, entonces.
Alguien se dedicó a deshacer las ligaduras que apresaban mis tobillos.
Alguien tomó mis dos muñecas y me las ató una contra otra, en medio de la espalda.
Ya presentía que eran solamente dos, dos hombres, quizá desde el principio, lo de la sudamericana seguramente no había sido más que un espejismo. Posiblemente habían sido sólo dos hombres, desde el principio, pero ahora, con tanto movimiento, ya no sabía quién era Pablo y quién era el otro, había vuelto a perder todas mis referencias.
Alguien me empujó para darme la vuelta.
Alguien se aferró a mi cinturón, tiró de él para arriba y me obligó a clavar las rodillas en la cama.
Alguien, situado detrás de mí, me penetró.
Alguien, situado delante de mí, tomó mi cabeza entre sus manos y la sostuvo mientras introducía su sexo en mi boca. Era la polla de Pablo.

-Te quiero...

Solía repetírmelo en los momentos clave, me tranquilizaba y me daba ánimos. Sabía que su voz disipaba mis dudas y mis remordimientos.

Marcelo lo estaba viendo todo. Tal vez también había escuchado su última frase, pero yo ya estaba muy lejos de él, muy lejos de todo, estaba casi completamente ida, a punto de correrme.

-Déjame, Lulú -no dejaba de ser gracioso, que me pidiera precisamente eso, que le dejara, cuando apenas era capaz de apartar la boca de su cuerpo sin ayuda, mis manos completamente inmovilizadas, mi cuerpo inmovilizado también por las gozosas embestidas que me atravesaban-. Ahora me toca a mí...

Levantó mi cabeza con mucho cuidado y la depositó sobre la cama, mi mejilla izquierda en contacto con la colcha. Como impulsado por una cruel intuición, el desconocido salió de mí en el preciso momento en que mi sexo comenzaba a palpitar y a agitarse por sí solo, ajeno a mi voluntad.

-No me hagáis eso, ahora -apenas podía escuchar mi propia voz, un susurro casi inaudible-. Ahora no...

-Pero... ¿cómo puedes ser tan zorra, querida? -la risa latía bajo las palabras de Pablo-. Si ni siquiera sabes quién es... ¿O ya te lo imaginas? -le contesté que no, no lo sabía, la verdad era que no tenía ni idea de quién podía ser, y tampoco me importaba nada, con tal de que algo o alguien me rellenara de una vez-. Lulú, Lulú... ¡qué vergüenza! Tener que contemplar una escena como ésta, de la propia esposa de uno, es demasiado fuerte para un hombre de bien... -los dos seguían allí, en alguna parte, sin tocarme un pelo. Los segundos transcurrían lentamente, sin que ocurriera nada. Yo estaba cada vez más histérica, tenía que tomar una decisión, y opté por intentar prescindir de ellos, bien a mi pesar. Estiré las piernas y traté de frotarme contra la colcha. Fracasé estrepitosamente en un par de tentativas, porque me costaba mucho trabajo coordinar mis movimientos con las manos atadas, pero al final logré establecer un contacto regular, si bien demasiado exiguo, con la tela. No me sirvió de mucho, los resultados fueron francamente decepcionantes, mis movimientos incrementaban las ansias de mi sexo en lugar de amortiguarlas, Pablo seguía hablando, su discurso me excitaba más que cualquier caricia. En fin, que estás hecha un putón, hija mía, por mí no te cortes, déjalo, sigue restregándote el coño contra la colcha, pero habla, coméntanos la jugada, ¿te da gusto? ¡Qué espectáculo tan lamentable, Lulú!, y delante de todos nuestros invitados, todos están aquí, mirándote, ¡qué pensarán de nosotros ahora! Pero tú sigue, no te preocupes por mí, total no pienso aguantar esto mucho más tiempo, me voy, me largo ahora mismo, ¿para qué seguir aquí, presenciando cómo se liquida el honor de un caballero...? Ahora, que de ésta te acuerdas, eso sí, te juro que te acuerdas -se inclinó sobre mí para hablarme al oído, su cuerpo completamente inaccesible todavía-, te voy a dejar encerrada aquí un par de días, a lo mejor incluso te vuelvo a atar a la cama, otra vez, pero con cinta adhesiva, a ver si así se te bajan los humos...

-Por favor -dirigí la cabeza en dirección a su voz e insistí por última vez, al borde de las lágrimas-, por favor, Pablo, por favor...

Entonces, unas manos me aferraron violentamente por la cintura y me dieron la vuelta en el aire. Sus dedos se hundieron nuevamente en mi cuerpo y me atrajeron rápidamente hacia delante. Cuando por fin comenzó a perforarme, volvió a decirme que me quería. Lo repitió varias veces, en voz muy baja, como una letanía, mientras me conducía hábilmente hacia mi propia aniquilación.

Pero ellos no tenían bastante, todavía.

Me penetraron por turnos, a intervalos regulares, uno tras otro, de forma sistemática y ordenada. Después, el que no era Pablo, me levantó por las axilas y me obligó a ponerme de pie. Le pedí que me sujetara, porque las piernas me temblaban, y lo hizo, me ayudó a caminar unos pasos y entonces escuché la voz de Pablo, instándome a que me detuviera.

El era el único que había hablado, todo el tiempo, el otro aún no había despegado los labios, y yo seguía sin verle, no podía ver nada, el pañuelo que me sobre mis sienes, presentía que si el placer no hubiera sido tan intenso ya me habría estallado la cabeza de dolor.

Pablo se colocó detrás de mí y me desató las manos.

-Súbete encima de él.

Sus brazos me guiaron, me arrodillé primero encima de lo que supuse era una especie de chaiselongue corta y muy vieja, tapizada de cuero oscuro, procedente del mobiliario del viejo taller-atelier de mi suegra. El desconocido me cogió por la cintura, entonces, y me situó encima de sí, una de sus manos sostuvo su sexo mientras con la otra me ayudaba a introducirme en él. Luego, ambas recorrieron mi cuerpo durante un breve, brevísimo período, tras el cual hicieron presa en mi trasero, amasando ligeramente la carne antes de estirarla completamente para franquear un segundo acceso a mi interior.

Vaya, esta noche vamos a tener un fin de fiesta de gala, pensé, mientras volvía a admirarme de la tranquila naturalidad con la que ambos, Pablo y el otro, se repartían mi cuerpo equitativamente, como si estuvieran acostumbrados a compartirlo todo.
Fui penetrada por segunda vez casi inmediatamente.

El cuerpo del desconocido se tensó debajo de mí, sus manos modificaron mi postura, me obligó a tumbarme encima de él al tiempo que levantaba mis brazos para que apoyara las manos en el respaldo. Luego se quedó quieto. Solamente entonces Pablo comenzó a moverse, muy despacio pero de forma muy intensa a la vez, sus acometidas me impulsaban contra el cuerpo de otro hombre, que me alejaba después de sí, las manos firmes en mi cintura, para facilitar un nuevo comienzo, y mientras el ritmo de la penetración se hacía progresivamente regular, más fácil y fluido, advertí que mi anónimo visitante se disponía a abandonar su inicial actitud de pasividad elevando todo su cuerpo hacia mí, imperceptiblemente al principio, más nítidamente después, aunque siempre con suavidad, acoplándose de forma casi perfecta a la frecuencia que Pablo marcaba desde atrás, sus sexos se movían a la vez, dentro de mí, podía percibir con claridad la presencia de ambos, sus puntas se tocaban, se rozaban a través de lo que yo sentía como una débil membrana, un leve tabique de piel cuya precaria integridad parecía resentirse con cada contacto, y se hacía más delgado, cada vez más delgado. Me van a romper, pensaba yo, van a romperme y entonces se encontrarán de verdad, el uno con el otro, me lo repetía a mí misma, me gustaba escuchármelo, van a romperme, qué idea tan deliciosa, la enfermiza membrana deshecha para siempre, y su estupor cuando adviertan la catástrofe, sus extremos unidos, mi cuerpo un único recinto, uno solo, para siempre, me van a romper, seguía pensándolo cuando les avisé que me corría, no solía hacerlo, generalmente no lo hacía, pero aquella vez la advertencia brotó espontáneamente de mis labios, me voy a correr, y sus movimientos se intensificaron, me fulminaron, no fui capaz de darme cuentita de nada al principio, luego noté que debajo de mí el cuerpo del desconocido temblaba y se retorcía, sus labios gemían, sus espasmos prolongaban mis propios espasmos, entonces, desde atrás, una mano arrancó el pañuelo que me tapaba los ojos, pero no los abrí, no podía hacerlo todavía; no hasta que Pablo terminara de agitarse encima de mí, no hasta que su presión se disolviera del todo.

Después permanecimos inmóviles un momento, los tres, en silencio.
Quizás, pensé, lo mejor sea no abrir los ojos, salir de él a ciegas, a ciegas dar la vuelta y meterme en la cama, acurrucarme en una esquina y esperar.

Seguramente, eso hubiera sido lo mejor, pero no fui capaz de resistir la curiosidad, y levanté trabajosamente la cabeza, hundida hasta entonces en su hombro, esperé un par de segundos y le miré a la cara.

Mi hermano, sus rasgos aún distorsionados por las huellas del placer, me sonreía.

lunes, 1 de junio de 2009

La boda


Laura es invitada a la boda de un antiguo exnovio y, al no tener pareja, decide recurrir a los servicios de un acompañante profesional. Su enorme atractivo desencadenará toda clase de celos y envidias entre los invitados, algo que Laura, ayudada por su antigua profesora María, no desaprovecha para convertir a la noche de bodas de su exnovio en una experiencia que nunca olvidará…
*****
Dejaron el amplio comedor para entrar en el elegante pub del hotel, el cual permanecía en penumbra. El local se encontraba completamente vacío, a excepción de dos camareros que recogían algunas botellas detrás de la barra. Cuando se dirigieron hacia una mesa situada en un discreto rincón, la pareja de recién casados se sentó el uno frente al otro, pero a continuación Sandra y Laura se situaron a ambos lados del hombre, flanqueándolo. Por su parte, Roberto tomó asiento junto a la novia, con total despreocupación.

Tras solicitar algunas consumiciones, los cinco amigos comenzaron a charlar sosegadamente, mientras una agradable y tenue música les envolvía.

-Bueno, ¿qué sentís tras haber perdido la libertad? –preguntó Roberto a los recién casados.

-Yo me sigo considerando libre –señaló Sandra.

-¿Tuviste una buena despedida de soltera? –quiso saber Laura.

-No, se lo prohibí a las chicas –contestó ella secamente-. Las despedidas de soltera me parecen algo patético. Se han convertido en una válvula de escape para transgredir todas las normas del comportamiento “correcto”, dentro de un marco socialmente admitido. Es algo completamente estúpido.

-Y salta a la vista que tú no necesitas ese tipo coartadas –añadió Roberto, irónico.

-Cuanto más reprimida se encuentra una mujer, tanto mayor es su deseo de trasgresión –continuó Sandra-. Yo no tengo por qué salir a la calle con pollas de plástico en la cabeza… cuando las hay reales. Respecto a los strippers, ¿Por qué pagar dinero por algo que puedo tener gratis cuando quiera? Lograr que un hombre se desnude ante ti resulta algo muy sencillo, te lo aseguro.

-Ten cuidado Cristóbal, parece que tienes una esposa propensa a la infidelidad –le advirtió María con picardía, mirándole directamente a los ojos.

-Creo que la infidelidad, cuando es de mutuo acuerdo, no es infidelidad –matizó Sandra, para a continuación añadir-. ¿Y qué hay de ti? Tienes fama de ser una mujer promiscua.

-Pedro y yo llevamos quince años casados y nos queremos como el primer día –respondió-, pero siempre me ha dado libertad para hacer lo que desee.

-¿Te da morbo ponerle los cuernos? –le preguntó Sandra, a quemarropa.

-Con el tiempo, el sexo en pareja acaba convirtiéndose en una especie de gimnasia en la que la única novedad es probar alguna postura nueva –expuso ella con su habitual tranquilidad-. El morbo, por el contrario, consiste precisamente en realizar algo prohibido.

-Es decir, que al acostarte con otros no consideras estar haciendo algo correcto –señaló Roberto.

-Como ya os dije, mis padres eran muy conservadores y me educaron según unos estrictos valores católicos –aseguró María-. Eso hizo que, desde el principio, cualquier práctica sexual tuviera un morbo que seguramente jamás hubiera contado si hubiera crecido en un ambiente más liberal.

Ante lo que parecía el comienzo de una excitante historia, sus interlocutores se recostaron sobre los asientos.

-La primera vez que me masturbé experimenté un enorme sentimiento de culpa, lo cual añadía una nueva y excitante dimensión al asunto –prosiguió María-. Por ello, acudí al sacerdote del colegio para confesar lo que había hecho, y cuando aquel hombre me escuchó pacientemente y cumplí la penitencia que me impuso, inmediatamente me sentí de nuevo en paz conmigo misma.

-Sin embargo, lo volviste a hacer –señaló Sandra.

-Si, y no tardé en contárselo de nuevo –repuso María con una enigmática sonrisa en los labios-. Poco a poco, fui descubriendo que me sentía tremendamente excitada cuando relataba a aquel desconocido todas mis prácticas sexuales, mientras permanecía arrodillada frente a él. Experimentaba una enorme satisfacción al ver la turbación que le producían mis palabras cuando le describía aquello con todo lujo de detalles.

-Supongo que también le hablarías de tus “reuniones de estudio” con tu amiga Irene… -el tono Laura parecía formular una pregunta.

-Si, y para entonces don Isaac ya estaba absolutamente convencido de que era una oveja descarriada, más allá de toda redención –señaló divertida, aludiendo al sacerdote que había oficiado la boda-. Sabía que podía contárselo a mis padres… pero confiaba en que no lo hiciera, no tanto por mantener el secreto de confesión como por el brillo de excitación que había en sus ojos cuando me miraba.

-También habría hablado con Irene… -supuso Roberto.

-Pero, poco a poco, fui añadiendo detalles ficticios a mis relatos, hasta que llegó un momento en el que sólo le contaba mis propias fantasías eróticas. Por ejemplo, después de acudir a una aburrida fiesta en un Colegio Mayor, yo le aseguraba que me había ofrecido sexualmente a todos los chicos allí presentes, o le describía toda clase de prácticas imposibles con los amigos de mis padres, ensuciando el buen nombre de aquellos entrañables señores... En fin, me encantaba atormentarle, y me excitaba convertirme en una depravada ante sus ojos. Había construido una realidad virtual que compartía con él, creando una especie de alter ego que cobraba vida durante cada confesión.

-¿Y cómo acabó todo? –quiso saber Cristóbal, visiblemente excitado.

-Un día, mientras le contaba otra de mis perversiones, escuché el sonido de un débil y rítmico chapoteo procedente del interior del confesionario, y entonces supe lo que hacía el viejo al escucharme. Esto espoleó aun más mis fantasías, por lo que acabó imponiéndome una nueva clase de penitencia, mucho más severa, a la que accedí encantada.
Se escucharon algunas risillas nerviosas.

-Lo cierto es que al principio sólo me obligaba a tumbarme sobre su regazo, y yo me levantaba la falda del uniforme para que me azotara las nalgas. Resultaba increíble sentir sobre mi vientre cómo se le ponía más dura con cada golpe…

-Pero él quería más, y tú también –concluyó Laura.

-Chupársela a un cura en el interior de una iglesia constituye, para católica practicante, el acto más obsceno que se pueda llegar a cometer –aseguró María, rememorando la escena-. Y comulgar inmediatamente después, rodeada de mis compañeras de clase, para ingerir la hostia con los restos de su semen aún en mi boca, me producía tal sentimiento de culpa que me muchas veces mojé las bragas durante la misa.

En el bar sólo se escuchaba el ruido producido por los dos camareros.

-El resto es historia, pero baste decir que a partir de entonces cada vez me ha resultado más difícil experimentar aquella morbosa sensación. Y eso me ha conducido hacia una continua búsqueda de nuevas experiencias, cruzando una y otra vez los límites de mis propias convicciones morales. Con el tiempo, he hecho realidad todas las fantasías que relaté a aquel pobre cura… y muchas otras más. Por pura perversión, le fui infiel a un hombre tras otro, de todas las formas imaginables, y más tarde disfrutaba contándoles cómo lo había hecho.

-Hasta que conociste a Pedro –supuso Laura.

-Si… y me enamoré de él –aseguró ella-. Entonces descubrí que ser infiel a la persona a la que amas resulta la más exquisita de las experiencias. Cada vez que observo lo distintas que son las facciones de mis dos hijos con respecto a las suyas, recuerdo cómo he hecho de él un cornudo. En definitiva, al contrario que Sandra, yo sí me considero una adúltera, y de hecho me encanta serlo. Me gusta sentir que le soy infiel a Pedro y, realmente, no me gustaría que él lo fuera conmigo: eso es algo que le tengo terminantemente prohibido.

El arte de encontrar una voz

Sobre pseudónimos e identidades secretas

Tal vez la primera decisión que se ha de tomar a la hora de escribir una historia es definir quién va a contarla. Muchas veces esto es algo que hacemos de una forma instintiva, o sin ser realmente conscientes de ello, a pesar de que condicionará enormemente nuestro ulterior trabajo de escritura.

Normalmente, nuestra elección puede recaer entre narrar en primera o tercera persona. En el primer caso, el personaje narrador describe una experiencia que supuestamente le ha ocurrido, lo cual posee la ventaja de mostrar fácilmente su mundo interior, y así conocer sus sentimientos y emociones más íntimos, por lo que resultará más fácil que el lector empatice con él. Esta forma de narrar puede permitirnos además sortear el inicial escepticismo que todo relato de ficción genera en el lector: una historia contada por un testigo presencial siempre resulta más creíble. Por ello, todas las leyendas urbanas invariablemente han sucedido a la persona que nos las cuenta, o al menos a alguien próximo a él: por inverosímil que ésta resulte, aparenta ser información de primera mano.

En contrapartida, la primera persona también presenta algunos problemas, y tal vez el más inmediato sea que, al mostrarnos el mundo exclusivamente a través de los ojos del narrador, en ocasiones puede resultar monótono. Además, esta elección puede afectar a la creación de la misma estructura del relato, pues obviamente dicho personaje narrador siempre ha de estar presente en todas las escenas que describe, algo que en ocasiones puede romper la lógica interna o resultar artificioso.

Por su parte, la tercera persona cuenta con la ventaja de presentar una visión más amplia de los hechos, al mismo tiempo que permite hacer un seguimiento próximo a alguno de los personajes -lo que en ocasiones se ha llamado “falsa primera persona”-, enriqueciendo el relato con una especie de multiperspectiva. Asimismo, hay algo muy importante, y que a veces pasamos por alto al hacer uso de esta tercera persona: el narrador también es un personaje, y no una fría máquina que expone información de forma desapasionada. Si intentamos otorgar un carácter a ése narrador (ya sea crítico, humorístico, fatalista o cínico ante los hechos que describe) el tono del relato variará completamente.

Desde los clásicos de la literatura erótica como Fanny Hill hasta booms editoriales más actuales como Diario de una Ninfómana, pasando por la mayor parte de los blogs de contenido sexual que, como este, inundan la Red, normalmente los relatos eróticos suelen estar redactados en una primera persona en la que además el narrador es el mismo personaje protagonista. Supongo que esto se debe, en gran medida, al formato de “confesión” al uso, además de a la credibilidad que este recurso literario otorga y al carácter íntimo que se consigue gracias a él. Pero también creo que hay algo más.

Y es el pseudónimo. Una máscara destinada a ocultar nuestra verdadera identidad, que en un principio pudo obedecer al rechazo social de este género produce entre la gente bienpensante, pero que ha acabado cobrando una especie de vida propia, hasta constituir un buen ejemplo sobre todo lo anteriormente dicho acerca de cómo el carácter del personaje narrador puede afectar al mismo contenido del relato. O, más concretamente, a su significación -algo muy distinto que su significado-.

Dicho de otro modo: un relato supuestamente narrado por una adolescente no adquiere el mismo tono que si el lector imagina a su autor como un rudo obrero de la construcción. Y del mismo modo que el género de terror busca asustar al lector, y el de intriga trata de despertar su curiosidad, el erótico intenta despertar su morbo… y éste se basa en la trasgresión de una serie de normas sociales. En este último sentido, mientras que hoy se asume que un hombre es propenso a la promiscuidad por imperativo genético, una adolescente debe ser una criatura tierna, inocente y virginal.

Afrontémoslo: incluso la gente más liberal normalmente relaciona el hecho de que escribir esta clase de historias lleva pareja una determinada conducta sexual, y no faltan los que directamente lo hacen con una obsesión enfermiza. Pese a la revolución sexual y la corrección política imperante, siguen existiendo muchos prejuicios en torno al sexo, y además un machismo subyacente. Lo cierto es que, conociendo estas normas de funcionamiento, los escritores de género erótico hemos acabado recurriendo a una serie de identidades secretas, a las que el mismo anonimato de Internet ha servido como catalizador. De este modo se construye una doble ficción: por un lado, la de nuestros relatos y, por otro, la creación de un personaje más, el mismo autor que supuestamente las escribe, bajo el cual nos ocultamos.

He estado reflexionando sobre esto cuando consideré la idea de crear este cuaderno, y finalmente he decidido plasmar en él una serie de microhistorias supuestamente autobiográficas en torno a un personaje, Alex, aunque sin tratar de ocultar en ningún momento su carácter ficticio –y tampoco mi identidad masculina y no precisamente adolescente-. Si he hecho esto, es precisamente porque me he planteado como reto el construir unos personajes de ficción lo suficientemente creíbles y atrayentes como para no necesitar recurrir a ése doble juego que, por otra parte, considero perfectamente lícito.

Además, supongo que también albergo la secreta esperanza de que alguna tierna adolescente real se sienta seducida por mis relatos y me escriba.