lunes, 20 de julio de 2009

Sexo para uno


Por Betty Dodson

Aunque venga de un amante, una bañera, un osito de peluche, un dedo, una lengua o un vibrador, un orgasmo es un orgasmo. Mis rituales de orgasmo, al principio, eran muy sencillos. Tardaba alrededor de diez minutos en tener uno, y luego lo dejaba. Sólo me concentraba en las sensaciones de mi cuerpo. Poco a poco empecé a tomarme más tiempo y a ser mejor amante. Tardaba más en correrme, porque paraba de repente para crear más tensión sexual antes de llegar al orgasmo. Luego empecé a imaginar situaciones eróticas, con lo que mis orgasmos mejoraron mucho. Para desarrollar una fantasía, primero intentaba recordar alguna buena experiencia sexual que hubiera tenido. También leía libros sobre el sexo, o sobre el arte del sexo, y miraba revistas porno que me gustaran.

Lo solía hacer con el dedo; me lo metía en la vagina para humedecerlo y, a veces, con otro dedo me tocaba el clítoris. Siempre era un verdadero placer. Una noche lo hice mientras me miraba en un espejo con aumento. Era fabuloso, casi como ver una película erótica en una mini-pantalla. Fui adquiriendo cada vez más estilo en la manera de hacerlo. Veía como mis labios vaginales se ponían de un color rojo oscuro y mi clítoris se hacia más grande por momentos. Me hacía un masaje interno con tres dedos, lo que aumentaba la lubricación, y mis jugos sexuales brillaban a la luz. Al final movía la mano tan rápido que la veía borrosa justo antes de correrme. Cuando llegaba al orgasmo, se me cerraban los ojos y se acababa el espectáculo, como cuando se cierra el telón en el teatro.

Al principio nunca tenía más de un orgasmo cuando me masturbaba. Mi clítoris siempre estaba demasiado sensible justo después de tener uno. Un domingo por la tarde, cogí una vela blanca, le di la forma de un precioso pene y me la metí mientras me tocaba el clítoris. Después de tener un orgasmo considerable, todavía tenía marcha, pero estaba demasiado sensibilizada para hacerlo otra vez. De repente se me ocurrió que podía intentar respirar de la misma manera que se les enseña a las mujeres para soportar el dolor en un parto natural. Empecé a hacerlo para poder tolerar más placer, y descubrí que lo podía hacer si me tocaba con más suavidad, En poco tiempo desapareció la hipersensibilidad y estaba a punto de tener otro orgasmo. En vez de parar y aguantar la respiración, a partir de entonces respiraba más fuerte para soportar la sensación. Lo que antes me parecía dolor ahora me parecía una nueva forma de placer.

Más adelante empecé a hacer un ejercicio con el que aprendí a controlar las sensaciones de mi cuerpo. Después de un baño caliente, o de una sauna, me metía en agua fría. Al principio me horrorizaba la idea. Siempre había evitado los dos extremos, porque ambos eran demasiado intensos. Pero, en realidad, era una sensación fantástica que estimulaba la circulación y los sentidos. El espacio que existe entre la idea y la acción es la inhibición. Mi capacidad para moverme por ese espacio estaba en relación directa con mi deseo de encontrar placeres nuevos.

Lanzarme al placer se me hacia cada vez más fácil. A finales de los años sesenta tuve el primer orgasmo con un vibrador. Pero no era un vibrador de verdad, sino un aparato para darse masajes en la cabeza que Blake tenía. Una noche me pregunto si me apetecía que me diera un masaje, y empezó a dármelo por la cabeza. Era fantástico. Poco a poco bajó la mano hacia el resto de mi cuerpo, y me empezó a latir el corazón cada vez más fuerte. Pegué un salto cuando noté os movimientos rápidos de su mano sobre mi clítoris. Era un placer tan intenso que no pude evitar sujetarle en brazo. Me preguntó si quería que lo dejara, y le contesté que no. Respiré para disfrutar bien de la sensación, y después de tres orgasmos maravillosos sentía que había entrado en otra dimensión.

Entonces me compré un aparato como el de Blake. Se sujetaba con la mano y hacia que los dedos vibraran con rapidez. Me ponía el dedo sobre el clítoris y en resultado era fantástico; además, casi no hacia ruido. Me corrí enseguida, pero no pude seguir porque el vibrador se había calentado demasiado, y no era nada divertido jugar con un juguete que estaba tan caliente que no se podía tocar.

A principios de los setenta, salió al mercado un nuevo aparato eléctrico para dar masajes. Era un cilindro muy grande que hacía el mismo ruido que un camión cuando va en segunda. El mango media unos veinte centímetros y tenía una cabeza de siete centímetros. Cuando se lo enseñé a mis amigas por primera vez, casi, se desmayan, hasta que les expliqué que no era para metérselo dentro. Toda esta maquinaria estaba pensada para hacer vibrar a mi dulce clítoris. Fue el principio de un romance apasionado con un aparato al que puse el nombre de Mack, el forzudo. (Una amiga mía se compró uno enseguida, y le llamó Pierre, el suertudo.)

Al principio lo usaba sobre todo para el cuello y los hombros, como indicaban las instrucciones. Tardé algún tiempo en aprender cómo se podía dirigir toda esa energía hacia el placer sexual. Una noche, Mack y yo sorprendimos a mi clítoris debajo de una toalla doblada. Ocurrió justo lo que me temía —¡fue un éxtasis inmediato! Estaba abrumada por el placer. Además se podía regular la velocidad. Podía tener unos orgasmos increíbles sin que Mack se calentara demasiado.

Ahora, mirando hacia atrás, me parece que hubo un momento en el que mis sentimientos por Mack casi se convierten en amor. Compré varios y se los presté a mis amigas, para no tener que compartir el mío. Terminé comprándolos por cajas cuando empecé con las Terapias, hasta que un día descubrí que Mack, el forzudo, ya no se fabricaba. Creí que el gobierno estaba siguiendo una política de reducción de orgasmos. Sin embargo, Dios aprieta pero no ahoga, porque pronto apareció otro aparato que daba masajes. Era más bonito y más fino, y tenía un motor que ronroneaba como un gato.

Cuando llegaba a casa, siempre estaba esperándome mi fiel Pandora para darme unas horas interminables de placer. Nunca le dolía la cabeza, ni estaba demasiado cansada para hacerme caso, y no le importaba que de vez en cuando me apeteciera hacerlo con gente. Lo que me salvó de empezar a tomarme en serio nuestra relación fue analizar cuidadosamente los inconvenientes de Pandora: mucho ronroneo, pero nada de conversación, y siempre tenía que ser yo la que llevara la voz cantante. Pero quería a mi vibrador tal y como era: un juguete maravilloso que transmitía buenas vibraciones.

Seguí teniendo relaciones sexuales con mis amantes y dejé de pensar que me iba a volver adicta al vibrador. También dejé de preocuparme porque se me iba a estirar el clítoris y porque me iba a volver poco sociable. Nunca pasó nada de eso. Era mucho menos sociable cuando era adicta al amor. En aquella época, lo que empezaba como algo placentero se convertía enseguida en dolor, a medida que me iba obsesionando con la persona a quien quería. Nunca he estado obsesionada con un vibrador. Mi experiencia con otras adicciones me ha enseñado que el dolor y la frustración hacen que se cree una fijación. Era como un conejillo de indias: los que están condicionados por el dolor siguen siempre el mismo camino, mientras que los que están condicionados por el placer buscan nuevas aventuras.

Hasta finales de los setenta sólo utilizaba un vibrador para mis rituales de masturbación. Luego empecé a hacer experimentos con la penetración. Me ponía algo en la entrada de la vagina mientras me estimulaba el clítoris con el vibrador. Hacía una penetración lenta y sensual apretando y relajando los músculos. Justo antes de correrme hacía fuerza con las piernas para sujetar lo que fuera que tuviera dentro. Sujetaba el vibrador con las dos manos a la vez que ponía tensas las nalgas y me dejaba llevar.

Me encantan los pequeños orgasmos que tengo cuando me tomo un descanso sexual de un cuarto de hora. Me dan energía y descargo la tensión. También me gusta el otro extremo, unos orgasmos maravillosos después de un ritual de dos horas. Me voy excitando y luego lo dejo para estar al borde el mayor tiempo posible. Utilizo los movimientos del cuerpo, todas las formas de respirar y todos los pensamientos eróticos de mi repertorio. Me someto por completo al hedonismo. He reído, llorado y gemido mientras intentaba alcanzar el más grande de los orgasmos. Después de tener dos o tres, me quedo como traspuesta, disfrutando del placer. Sigo vibrando y temblando, pero ya sin ningún interés en tener otro porque estoy más allá del orgasmo, en un estado de éxtasis que puede durar hasta diez minutos. Luego vuelvo lentamente a la tierra otra vez.

1 comentario:

  1. Me encanta tu blog, es una pasada...

    Espero que te guste el mío:

    http://blogdelmaestroim.blogspot.com/

    Besos

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