miércoles, 24 de junio de 2009

Examen oral


Relato realizado para Ejercicio TR

...A partir de entonces comencé a cuidar más mi aspecto al acudir a sus clases. Desde siempre, a la hora de vestir me había regido por el principio de destacar sólo uno de mis atributos: si llevaba una falda corta, invariablemente ésta iba acompañada de un cuello alto, y si, por el contrario, recurría a un amplio escote para dejar al descubierto el sugerente canal que forman mis pechos, normalmente la falda llegaba hasta por debajo de las rodillas. Pero aquel día decidí acudir a la clase del señor Acosta con unos pantalones vaqueros muy ajustados, botas altas de tacón y un suéter que exhibía audazmente mis grandes pechos, aprisionados en su parte baja por un Wonderbra.

Por supuesto, había salido de casa a primera hora de la mañana, vestida de una forma mucho más modosa para no ser descubierta por mis padres, cambiándome de ropa en el cuarto de baño de una cafetería. Frente al espejo, maquillé mi rostro con toda la pericia que pude, destacando mis labios con un rojo incandescente y el color mis ojos con una sombra oscura. Al abandonar los servicios, empecé a sentir la mirada de los parroquianos recorriendo toda mi anatomía, perfectamente definida por la ajustada indumentaria, y estilizada aún más por aquellos altos tacones. El colgante de plata que reposaba entre mis pechos vibraba cuando éstos se agitaban a cada paso que daba.

La línea que separa a la femme fatal de la furcia es muy delgada, y yo creía haber alcanzado un aceptable compromiso entre ambas, pero cuando comencé a escuchar los comentarios que mis compañeros de clase me dedicaban al cruzar el pasillo, comprendí que tal vez no había logrado completamente mi objetivo. Fui una de las primeras en entrar en clase, sujetando mi carpeta con ambos brazos sobre el pecho, en un gesto que bien pudiera parecer modoso, pero que aplastaba aquellas dos esferas de carne hasta que amenazaban con salirse del escote. Al sentarme en primera fila cruzando mis piernas enfundadas en tela vaquera, el profesor Acosta esbozó una sonrisa triunfal: la de un zorro que ha logrado colarse en un gallinero.

Me encantaría decir que a partir de entonces terminaron todas las vejaciones en clase, pero lo cierto es que lo peor no había hecho más que empezar. Cada vez que teníamos bioquímica, me levantaba temprano para cambiarme de ropa en el cuarto de baño de cualquier bar, pero el trato del señor Acosta pasó de ser cortante a desagradablemente cariñoso, empapado en una empalagosa dulzura que no hacía más que aguijoneaba el desprecio que me profesaban mis compañeros de clase, especialmente las chicas, para las me había convertido en una buscona. Cualquier excusa era buena para aproximarse a mi sitio con el fin de contemplar descaradamente mi escote, pasarme el brazo sobre los hombros o reposar una mano descuidadamente en cualquiera de mis muslos.

Pero lo peor de todo fue el día en el que salieron las notas del segundo trimestre: tan sólo había sacado un cuatro sobre diez. Además de mis desvelos por agradar a aquel pervertido, me había pasado horas y horas preparando la evaluación en una academia. Cuando solicité ver el examen corregido, apenas pude contener las lágrimas de frustración: la puntuación había sido miserable, claramente a la baja. Cuando protesté de nuevo al señor Acosta, su actitud volvió a ser la del principio.

-Mira, monada –me dijo refunfuñando-. Si quieres, podemos revisar tu examen, pero para ello deberás pasarte por mi despacho al final de clase.

Inicialmente no quise seguirle el juego, pero del segundo trimestre pasé al tercero, con idénticos resultados. Había aprobado todas las asignaturas excepto bioquímica, la cual me estaba haciendo polvo el expediente académico y lo peor de todo era que, siendo una asignatura llave, no podría examinarme de otras en el segundo curso. Mis padres me presionaban cada vez más para que “me aplicara” hasta que finalmente decidí hacerles caso, aunque tal vez no del modo en que ellos pensaban.

Concerté una cita con el señor Acosta, y acudí a ella tras haber prestado especial atención a mi aspecto: una elegante blusa entallada, con tres botones desabrochados, acompañada de una falda oscura bien ceñida, que se ajustaba a mis caderas como una segunda piel, bajo la que me había puesto dos medias negras y unos zapatos de tacón.

Llamé a su puerta con timidez e inmediatamente escuché un “adelante” que acabó confundiéndose con una tos seca. Al abrirla me adentré en una destartalada oficina cargada de humo de pipa, con una mesa de nogal frente a la entrada, las paredes completamente recubiertas de estanterías y a un lado el acceso a un pequeño cuarto de baño. El señor Acosta se encontraba recostado en su sillón, con su pipa en la mano, tras aquel escritorio repleto de papeles amontonados, mientras me observaba de pies a cabeza con una mirada de perversa satisfacción.


Relato completo en PDF


No hay comentarios:

Publicar un comentario