Sobre pseudónimos e identidades secretas
Tal vez la primera decisión que se ha de tomar a la hora de escribir una historia es definir quién va a contarla. Muchas veces esto es algo que hacemos de una forma instintiva, o sin ser realmente conscientes de ello, a pesar de que condicionará enormemente nuestro ulterior trabajo de escritura.
Normalmente, nuestra elección puede recaer entre narrar en primera o tercera persona. En el primer caso, el personaje narrador describe una experiencia que supuestamente le ha ocurrido, lo cual posee la ventaja de mostrar fácilmente su mundo interior, y así conocer sus sentimientos y emociones más íntimos, por lo que resultará más fácil que el lector empatice con él. Esta forma de narrar puede permitirnos además sortear el inicial escepticismo que todo relato de ficción genera en el lector: una historia contada por un testigo presencial siempre resulta más creíble. Por ello, todas las leyendas urbanas invariablemente han sucedido a la persona que nos las cuenta, o al menos a alguien próximo a él: por inverosímil que ésta resulte, aparenta ser información de primera mano.
En contrapartida, la primera persona también presenta algunos problemas, y tal vez el más inmediato sea que, al mostrarnos el mundo exclusivamente a través de los ojos del narrador, en ocasiones puede resultar monótono. Además, esta elección puede afectar a la creación de la misma estructura del relato, pues obviamente dicho personaje narrador siempre ha de estar presente en todas las escenas que describe, algo que en ocasiones puede romper la lógica interna o resultar artificioso.
Por su parte, la tercera persona cuenta con la ventaja de presentar una visión más amplia de los hechos, al mismo tiempo que permite hacer un seguimiento próximo a alguno de los personajes -lo que en ocasiones se ha llamado “falsa primera persona”-, enriqueciendo el relato con una especie de multiperspectiva. Asimismo, hay algo muy importante, y que a veces pasamos por alto al hacer uso de esta tercera persona: el narrador también es un personaje, y no una fría máquina que expone información de forma desapasionada. Si intentamos otorgar un carácter a ése narrador (ya sea crítico, humorístico, fatalista o cínico ante los hechos que describe) el tono del relato variará completamente.
Desde los clásicos de la literatura erótica como Fanny Hill hasta booms editoriales más actuales como Diario de una Ninfómana, pasando por la mayor parte de los blogs de contenido sexual que, como este, inundan la Red, normalmente los relatos eróticos suelen estar redactados en una primera persona en la que además el narrador es el mismo personaje protagonista. Supongo que esto se debe, en gran medida, al formato de “confesión” al uso, además de a la credibilidad que este recurso literario otorga y al carácter íntimo que se consigue gracias a él. Pero también creo que hay algo más.
Y es el pseudónimo. Una máscara destinada a ocultar nuestra verdadera identidad, que en un principio pudo obedecer al rechazo social de este género produce entre la gente bienpensante, pero que ha acabado cobrando una especie de vida propia, hasta constituir un buen ejemplo sobre todo lo anteriormente dicho acerca de cómo el carácter del personaje narrador puede afectar al mismo contenido del relato. O, más concretamente, a su significación -algo muy distinto que su significado-.
Dicho de otro modo: un relato supuestamente narrado por una adolescente no adquiere el mismo tono que si el lector imagina a su autor como un rudo obrero de la construcción. Y del mismo modo que el género de terror busca asustar al lector, y el de intriga trata de despertar su curiosidad, el erótico intenta despertar su morbo… y éste se basa en la trasgresión de una serie de normas sociales. En este último sentido, mientras que hoy se asume que un hombre es propenso a la promiscuidad por imperativo genético, una adolescente debe ser una criatura tierna, inocente y virginal.
Afrontémoslo: incluso la gente más liberal normalmente relaciona el hecho de que escribir esta clase de historias lleva pareja una determinada conducta sexual, y no faltan los que directamente lo hacen con una obsesión enfermiza. Pese a la revolución sexual y la corrección política imperante, siguen existiendo muchos prejuicios en torno al sexo, y además un machismo subyacente. Lo cierto es que, conociendo estas normas de funcionamiento, los escritores de género erótico hemos acabado recurriendo a una serie de identidades secretas, a las que el mismo anonimato de Internet ha servido como catalizador. De este modo se construye una doble ficción: por un lado, la de nuestros relatos y, por otro, la creación de un personaje más, el mismo autor que supuestamente las escribe, bajo el cual nos ocultamos.
He estado reflexionando sobre esto cuando consideré la idea de crear este cuaderno, y finalmente he decidido plasmar en él una serie de microhistorias supuestamente autobiográficas en torno a un personaje, Alex, aunque sin tratar de ocultar en ningún momento su carácter ficticio –y tampoco mi identidad masculina y no precisamente adolescente-. Si he hecho esto, es precisamente porque me he planteado como reto el construir unos personajes de ficción lo suficientemente creíbles y atrayentes como para no necesitar recurrir a ése doble juego que, por otra parte, considero perfectamente lícito.
Además, supongo que también albergo la secreta esperanza de que alguna tierna adolescente real se sienta seducida por mis relatos y me escriba.
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