Un día, llegó aquel tipo y todo cambió por completo. Entró tímidamente, dirigiéndose directamente hacia la barra con una cartera de cuero bajo del brazo. Con su remilgado aspecto de ratoncillo de biblioteca, en aquel ambiente de luces rojas, botellas rellenadas con garrafa y tapicerías de escay, su presencia resultaba un tanto fuera de lugar. Saltaba a la vista de tan sólo se encontraba de paso: tal vez fuera el comercial de una empresa, de camino a Madrid, haciendo una parada para echar una cana al aire antes de reunirse con su esposa. Nada más verle, Lucrecia, la voluptuosa mulata brasileña, se aproximó a él contoneándose sensualmente para susurrarle algo al oído, pero aquel individuo tan sólo la dedicó un breve vistazo antes de pedir al camarero un cubata, ignorándola por completo. Entonces decidí que había llegado mi turno:
-¿Me invitas a una copa? -Debo admitir que aquella no era la forma más original de abordar a un potencial cliente, pero lo que la hacía especial era el escultural cuerpo que acompañaba a esas palabras: alta, con unas piernas interminables cubiertas por medias negras, de aspecto tan pálido y delicado como el de una ninfa enfundada en cuero. Mi melena rubia caía sobre la espalda descubierta aquel vestido, acariciándome sensualmente los hombros desnudos. Cuando el tipo se giró para observarme, creí ver en él un sobresalto, acompañado de una especie de chispa de reconocimiento, como si ya me hubiera visto antes.
-¿Sandra? –me preguntó, atónito.
-Anna –le corregí-. Pero puedes llamarme como quieras….
Mi respuesta pareció activar en él alguna clase de mecanismo interno, y por un momento su rostro deambuló entre la sorpresa, la suspicacia y la atracción. Tras unos segundos de duda, la sonrisa que finalmente me dedicó era ya, en sí misma, toda una respuesta a mi pregunta. Cuando tomé la copa que me ofrecía y palpé descaradamente su paquete, el tamaño de su erección me resultó sorprendente: estaba claro que había algo en mí que le atraía especialmente.
-¿De dónde eres? –me preguntó.
-De Kiev, Ucrania –y ante aquella respuesta, su sonrisa se ensanchó aún más.
-Hablas muy bien el español, ¿llevas mucho tiempo aquí? –prosiguió.
-Unos cinco años –repuse, evasiva.
-¿Qué edad tienes? ¿Veinticinco? -Cuando asentí un tanto sorprendida, él añadió complacido- ¿Y qué va incluido en el servicio?
-Por cincuenta, un francés natural y polvo con preservativo –Puesto que aquel tipo parecía ser de los que le gustaba oír todo aquello, decidí seguirle la corriente con actitud profesional-. Beso negro y griego sólo si pagas treinta más.
-¿Te gusta trabajar aquí?
-Me encanta, lo hago por puro vicio –mentí, tratando de parecer convincente-. Me da la oportunidad de complacer a varios hombres cada noche.
A las dos semanas de llegar a España, ya era capaz de recitar de memoria un centenar de frases hechas como aquella: construir un diálogo con un cliente no era más que componer una especie de puzzle lingüístico, evitando el repetir dos veces la misma frase. En fin, aquella conversación continuó de una forma igualmente intrascendente hasta que finalmente aquel hombrecillo de aspecto ratonil agarró mi brazo y me pidió que le llevara hasta una de las habitaciones.
Al pasar frente a Lucrecia, me encontré ante una nueva mirada de resentimiento. Antaño había sido una mujer de formas rotundas, pero las cuatro décadas de existencia le habían pasado factura, y ahora era una madura rechoncha, aunque no desprovista de atractivo. Se trataba de un excepcional caso de prostituta vocacional, no porque se hubiera iniciado en el oficio por otro motivo que el de escapar a la pobreza, sino porque su autoestima se basaba en el deseo que lograba despertar a sus clientes. Esta sórdida y servil profesionalidad, era su orgullo, lo único que la quedaba, algo que ahora otras competidoras más jóvenes la estábamos poco a poco arrebatando y por ello no ocultaba los celos hacia nosotras.
Tras lavar con esponja un miembro que amenazaba con reventar a causa la excitación, me arrodillé frente a él para introducírmelo en la boca y comenzar así con la felación. He de reconocer que con los clientes de paso normalmente intento que la cosa dure lo menos posible, pero lo cierto es que aquel tipo se corrió en mi boca en un tiempo récord: el simple espectáculo de verme mamándole la polla con una pasión mal fingida le condujo hasta el orgasmo de la forma más súbita y violenta que jamás he presenciado. Aferrándome por las sienes, comenzó a convulsionarse entre gritos de placer, hasta caer de espaldas sobre la cama, permaneciendo tumbado durante un largo rato. Tras abrir de nuevo los ojos y volver a la realidad, se subió súbitamente los pantalones, trató de recomponer su aspecto lo mejor que pudo, y sin añadir una sola palabra se marchó del local apresuradamente.
En aquel momento supuse que jamás volvería a verle, pero al cabo de una semana me lo encontré de nuevo, esta vez apoyado en la barra hablando con Damián, con una caja de cartón bajo el brazo. Al verme aparecer, mi jefe tomó los billetes que el hombrecillo le ofrecía e hizo un gesto a Yuri, quien nos condujo hasta una habitación de la segunda planta, más amplia y en cierto modo menos sórdida que las del resto del edificio, provista de un pequeño cuarto de baño e incluso un par de ventanas que daban a la carretera. Nada más entrar, mi cliente cerró la puerta tras de sí para sentarse sobre una silla, invitándome a que lo imitara en el borde de la cama.
-Quiero que te pongas esto –me dijo, entregándome la caja con aire solemne.
La abrí, esperando encontrarme ante un conjunto de cuero y látex, o tal vez alguna sofisticada pieza de lencería, pero en su interior tan sólo encontré un traje con chaqueta y unos zapatos a juego. Era ropa de marca, sobria pero al mismo tiempo elegante, y pese a encontrarse en buen estado, no parecía nueva.
-Quítate el maquillaje –añadió-. Y recógete el pelo.
Sin pronunciar una sola palabra, entré en el cuarto de baño dispuesta a obedecerle y cuando me desnudé para ponerme aquella ropa, descubrí que era de mi talla: aparentemente, aquel tipo tenía un buen ojo. Antes de regresar a la habitación, eché un vistazo a mi aspecto frente al espejo: ahora parecía una respetable mujer de negocios. Al abrir la puerta, el rostro de mi cliente se iluminó de satisfacción y su voz sonó un tanto metálica al hablar:
-Este es el trato: te pagaré 150 euros la hora, y durante ese tiempo te llamarás Sandra, ¿entendido? -no era una oferta.
-¿Me invitas a una copa? -Debo admitir que aquella no era la forma más original de abordar a un potencial cliente, pero lo que la hacía especial era el escultural cuerpo que acompañaba a esas palabras: alta, con unas piernas interminables cubiertas por medias negras, de aspecto tan pálido y delicado como el de una ninfa enfundada en cuero. Mi melena rubia caía sobre la espalda descubierta aquel vestido, acariciándome sensualmente los hombros desnudos. Cuando el tipo se giró para observarme, creí ver en él un sobresalto, acompañado de una especie de chispa de reconocimiento, como si ya me hubiera visto antes.
-¿Sandra? –me preguntó, atónito.
-Anna –le corregí-. Pero puedes llamarme como quieras….
Mi respuesta pareció activar en él alguna clase de mecanismo interno, y por un momento su rostro deambuló entre la sorpresa, la suspicacia y la atracción. Tras unos segundos de duda, la sonrisa que finalmente me dedicó era ya, en sí misma, toda una respuesta a mi pregunta. Cuando tomé la copa que me ofrecía y palpé descaradamente su paquete, el tamaño de su erección me resultó sorprendente: estaba claro que había algo en mí que le atraía especialmente.
-¿De dónde eres? –me preguntó.
-De Kiev, Ucrania –y ante aquella respuesta, su sonrisa se ensanchó aún más.
-Hablas muy bien el español, ¿llevas mucho tiempo aquí? –prosiguió.
-Unos cinco años –repuse, evasiva.
-¿Qué edad tienes? ¿Veinticinco? -Cuando asentí un tanto sorprendida, él añadió complacido- ¿Y qué va incluido en el servicio?
-Por cincuenta, un francés natural y polvo con preservativo –Puesto que aquel tipo parecía ser de los que le gustaba oír todo aquello, decidí seguirle la corriente con actitud profesional-. Beso negro y griego sólo si pagas treinta más.
-¿Te gusta trabajar aquí?
-Me encanta, lo hago por puro vicio –mentí, tratando de parecer convincente-. Me da la oportunidad de complacer a varios hombres cada noche.
A las dos semanas de llegar a España, ya era capaz de recitar de memoria un centenar de frases hechas como aquella: construir un diálogo con un cliente no era más que componer una especie de puzzle lingüístico, evitando el repetir dos veces la misma frase. En fin, aquella conversación continuó de una forma igualmente intrascendente hasta que finalmente aquel hombrecillo de aspecto ratonil agarró mi brazo y me pidió que le llevara hasta una de las habitaciones.
Al pasar frente a Lucrecia, me encontré ante una nueva mirada de resentimiento. Antaño había sido una mujer de formas rotundas, pero las cuatro décadas de existencia le habían pasado factura, y ahora era una madura rechoncha, aunque no desprovista de atractivo. Se trataba de un excepcional caso de prostituta vocacional, no porque se hubiera iniciado en el oficio por otro motivo que el de escapar a la pobreza, sino porque su autoestima se basaba en el deseo que lograba despertar a sus clientes. Esta sórdida y servil profesionalidad, era su orgullo, lo único que la quedaba, algo que ahora otras competidoras más jóvenes la estábamos poco a poco arrebatando y por ello no ocultaba los celos hacia nosotras.
Tras lavar con esponja un miembro que amenazaba con reventar a causa la excitación, me arrodillé frente a él para introducírmelo en la boca y comenzar así con la felación. He de reconocer que con los clientes de paso normalmente intento que la cosa dure lo menos posible, pero lo cierto es que aquel tipo se corrió en mi boca en un tiempo récord: el simple espectáculo de verme mamándole la polla con una pasión mal fingida le condujo hasta el orgasmo de la forma más súbita y violenta que jamás he presenciado. Aferrándome por las sienes, comenzó a convulsionarse entre gritos de placer, hasta caer de espaldas sobre la cama, permaneciendo tumbado durante un largo rato. Tras abrir de nuevo los ojos y volver a la realidad, se subió súbitamente los pantalones, trató de recomponer su aspecto lo mejor que pudo, y sin añadir una sola palabra se marchó del local apresuradamente.
En aquel momento supuse que jamás volvería a verle, pero al cabo de una semana me lo encontré de nuevo, esta vez apoyado en la barra hablando con Damián, con una caja de cartón bajo el brazo. Al verme aparecer, mi jefe tomó los billetes que el hombrecillo le ofrecía e hizo un gesto a Yuri, quien nos condujo hasta una habitación de la segunda planta, más amplia y en cierto modo menos sórdida que las del resto del edificio, provista de un pequeño cuarto de baño e incluso un par de ventanas que daban a la carretera. Nada más entrar, mi cliente cerró la puerta tras de sí para sentarse sobre una silla, invitándome a que lo imitara en el borde de la cama.
-Quiero que te pongas esto –me dijo, entregándome la caja con aire solemne.
La abrí, esperando encontrarme ante un conjunto de cuero y látex, o tal vez alguna sofisticada pieza de lencería, pero en su interior tan sólo encontré un traje con chaqueta y unos zapatos a juego. Era ropa de marca, sobria pero al mismo tiempo elegante, y pese a encontrarse en buen estado, no parecía nueva.
-Quítate el maquillaje –añadió-. Y recógete el pelo.
Sin pronunciar una sola palabra, entré en el cuarto de baño dispuesta a obedecerle y cuando me desnudé para ponerme aquella ropa, descubrí que era de mi talla: aparentemente, aquel tipo tenía un buen ojo. Antes de regresar a la habitación, eché un vistazo a mi aspecto frente al espejo: ahora parecía una respetable mujer de negocios. Al abrir la puerta, el rostro de mi cliente se iluminó de satisfacción y su voz sonó un tanto metálica al hablar:
-Este es el trato: te pagaré 150 euros la hora, y durante ese tiempo te llamarás Sandra, ¿entendido? -no era una oferta.
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