jueves, 4 de junio de 2009

Hacer el odio


El sol resbalaba por mi cuerpo desnudo, apenas oculto por un triángulo de tela oscura, el día en que le conocí. Inmediatamente sentí su mirada de deseo recorriéndome, como si se tratase de una caricia, mientras le observaba a través de mis gafas oscuras.

Era moreno, alto y de complexión atlética. Tenía el cabello revuelto y dos grandes ojos grises que no dejaban de mirarme. Iba acompañado de una hermosa mujer, aún joven, que llevaba en brazos a un niño de apenas tres años. Pero eso no importaba.

Habían comprado aquella casa frente a la mía, a doscientos metros de la playa, para pasar los fines de semana. Normalmente, llegaban los viernes por la noche para regresar a la ciudad cuarenta y ocho horas después, aunque ella permaneció sola con su hijo durante todo el mes de julio, mientras su marido trabajaba entre semana.

Durante ese verano, aquella pequeña familia consagró todo su tiempo libre a restaurar su modesta vivienda, a la que añadieron un precioso porche de madera. Poco a poco, a medida que su obra cobraba vida y forma, fueron edificando sus sueños en torno a ella.

Yo les observaba desde mi jardín, sonriendo.

Les denuncié una semana antes de que finalizaran la obra: la construcción había sido realizada sin el permiso del ayuntamiento y violaba varias ordenanzas municipales. El juicio se prolongó durante meses; hasta que finalmente nos encontramos de nuevo en los juzgados, esta vez vestidos de traje. Pude descubrir que el deseo hacia mí aún permanecía en los ojos del hombre, sepultado bajo su desprecio. Yo sonreía.

Cuando las máquinas demolieron aquel porche, su existencia se transformó por completo. Una vida sin objetivos es como un barco sin timón; el desencanto y la indolencia destruyen a una relación como si fuera una enfermedad, de una forma tal vez intangible e indolora, pero real.

Un día me reuní con la mujer:
-Tu marido y yo hemos sido amantes –le dije-. Lo siento, sólo fue un error.

Cuando observé cómo asomaban las lágrimas en sus ojos, supe que había logrado un nuevo triunfo. A partir de entonces, tan sólo tuve que aguardar.

Aguardé a que las miradas que me dirigía su esposo al cruzarnos por la calle cobraran un nuevo significado para ella. Aguardé a que mi sonrisa al verle se convirtiera en mudo testigo de su adulterio. Aguardé a que las discusiones entre ambos se prolongaran hasta bien entrada la madrugada. Aguardé a que todos los esfuerzos de aquel pobre infeliz por ocultar nuestros encuentros casuales se transformaran en la mejor evidencia de su mentira. Aguardé a que la exhibición de mi cuerpo desnudo en mi jardín se convirtiera en algo insoportable para ambos.

Y durante varios meses, aquella casa permaneció vacía. Hasta que un día llegó aquel coche, y él salió de su interior, completamente solo y con dos maletas en la mano. Al vernos, ambos intercambiamos una mirada de mutua compresión: yo sabía que él sabía que yo sabía todo lo que había ocurrido. Por ello, sonreí de nuevo y entonces descubrí que su deseo se había mezclado con algo mucho más amargo e intenso.

Pasaron dos semanas, y durante aquel tiempo tan sólo intercambiamos miradas furtivas.

Entonces llamó a mi puerta.

Cuando le dejé entrar, me aferró del cuello para empujarme contra la pared. Pensé que iba a golpearme, pero en su lugar comenzó a devorar apasionadamente mi cuello. Yo me dejé caer de rodillas para liberar su miembro y comenzar a mamárselo, pero súbitamente me empujó de bruces contra el sofá, bajó mis pantalones y abrió mis nalgas para abrirse paso brutalmente en mi interior, con un único movimiento brusco.

Entonces hicimos el odio.

Su cuerpo funcionaba como una poderosa maquinaria que bombeaba furiosamente en mi interior, horadándome con una intensidad implacable. El sudor resbalaba por su piel, formando diminutos regueros que desembocaban en la ingle, llegando hasta mis nalgas. A cada embestida, tiraba fuertemente de mi pelo, con esa mezcla de violencia y lujuria que sólo pueden alcanzar dos hombres que practican el sexo. La estrecha intimidad que nos otorgaba aquel acto se mezclaba sórdidamente con el odio que él sentía hacia mí.

Entonces, decidí decirle toda la verdad.

Le conté cómo había seducido a su esposa, aquel mes en el que había estado sola entre semana. Le describí detalles de su cuerpo desnudo que sólo podría conocer un amante. Rememoré sus preferencias sexuales, la pasión con la que gemía cuando devoraba sus pechos aspirando la suave aureola de sus pezones. Le conté la facilidad con la que podía tragarse mi verga hasta casi hacerla desaparecer en su garganta.

Por un momento, él se detuvo y me miró con una expresión vacía; sus ojos parecían desprender una luz extraña, procedente de algún recóndito lugar de su interior. Su bofetada me pilló por sorpresa, pero a continuación volvió a taladrarme aún con más furia.

Al acabar, dejó caer su cuerpo sobre el mío y yací aplastado bajo su peso, con la cara hundida en el sofá, empapado en su sudor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario