lunes, 1 de junio de 2009

La boda


Laura es invitada a la boda de un antiguo exnovio y, al no tener pareja, decide recurrir a los servicios de un acompañante profesional. Su enorme atractivo desencadenará toda clase de celos y envidias entre los invitados, algo que Laura, ayudada por su antigua profesora María, no desaprovecha para convertir a la noche de bodas de su exnovio en una experiencia que nunca olvidará…
*****
Dejaron el amplio comedor para entrar en el elegante pub del hotel, el cual permanecía en penumbra. El local se encontraba completamente vacío, a excepción de dos camareros que recogían algunas botellas detrás de la barra. Cuando se dirigieron hacia una mesa situada en un discreto rincón, la pareja de recién casados se sentó el uno frente al otro, pero a continuación Sandra y Laura se situaron a ambos lados del hombre, flanqueándolo. Por su parte, Roberto tomó asiento junto a la novia, con total despreocupación.

Tras solicitar algunas consumiciones, los cinco amigos comenzaron a charlar sosegadamente, mientras una agradable y tenue música les envolvía.

-Bueno, ¿qué sentís tras haber perdido la libertad? –preguntó Roberto a los recién casados.

-Yo me sigo considerando libre –señaló Sandra.

-¿Tuviste una buena despedida de soltera? –quiso saber Laura.

-No, se lo prohibí a las chicas –contestó ella secamente-. Las despedidas de soltera me parecen algo patético. Se han convertido en una válvula de escape para transgredir todas las normas del comportamiento “correcto”, dentro de un marco socialmente admitido. Es algo completamente estúpido.

-Y salta a la vista que tú no necesitas ese tipo coartadas –añadió Roberto, irónico.

-Cuanto más reprimida se encuentra una mujer, tanto mayor es su deseo de trasgresión –continuó Sandra-. Yo no tengo por qué salir a la calle con pollas de plástico en la cabeza… cuando las hay reales. Respecto a los strippers, ¿Por qué pagar dinero por algo que puedo tener gratis cuando quiera? Lograr que un hombre se desnude ante ti resulta algo muy sencillo, te lo aseguro.

-Ten cuidado Cristóbal, parece que tienes una esposa propensa a la infidelidad –le advirtió María con picardía, mirándole directamente a los ojos.

-Creo que la infidelidad, cuando es de mutuo acuerdo, no es infidelidad –matizó Sandra, para a continuación añadir-. ¿Y qué hay de ti? Tienes fama de ser una mujer promiscua.

-Pedro y yo llevamos quince años casados y nos queremos como el primer día –respondió-, pero siempre me ha dado libertad para hacer lo que desee.

-¿Te da morbo ponerle los cuernos? –le preguntó Sandra, a quemarropa.

-Con el tiempo, el sexo en pareja acaba convirtiéndose en una especie de gimnasia en la que la única novedad es probar alguna postura nueva –expuso ella con su habitual tranquilidad-. El morbo, por el contrario, consiste precisamente en realizar algo prohibido.

-Es decir, que al acostarte con otros no consideras estar haciendo algo correcto –señaló Roberto.

-Como ya os dije, mis padres eran muy conservadores y me educaron según unos estrictos valores católicos –aseguró María-. Eso hizo que, desde el principio, cualquier práctica sexual tuviera un morbo que seguramente jamás hubiera contado si hubiera crecido en un ambiente más liberal.

Ante lo que parecía el comienzo de una excitante historia, sus interlocutores se recostaron sobre los asientos.

-La primera vez que me masturbé experimenté un enorme sentimiento de culpa, lo cual añadía una nueva y excitante dimensión al asunto –prosiguió María-. Por ello, acudí al sacerdote del colegio para confesar lo que había hecho, y cuando aquel hombre me escuchó pacientemente y cumplí la penitencia que me impuso, inmediatamente me sentí de nuevo en paz conmigo misma.

-Sin embargo, lo volviste a hacer –señaló Sandra.

-Si, y no tardé en contárselo de nuevo –repuso María con una enigmática sonrisa en los labios-. Poco a poco, fui descubriendo que me sentía tremendamente excitada cuando relataba a aquel desconocido todas mis prácticas sexuales, mientras permanecía arrodillada frente a él. Experimentaba una enorme satisfacción al ver la turbación que le producían mis palabras cuando le describía aquello con todo lujo de detalles.

-Supongo que también le hablarías de tus “reuniones de estudio” con tu amiga Irene… -el tono Laura parecía formular una pregunta.

-Si, y para entonces don Isaac ya estaba absolutamente convencido de que era una oveja descarriada, más allá de toda redención –señaló divertida, aludiendo al sacerdote que había oficiado la boda-. Sabía que podía contárselo a mis padres… pero confiaba en que no lo hiciera, no tanto por mantener el secreto de confesión como por el brillo de excitación que había en sus ojos cuando me miraba.

-También habría hablado con Irene… -supuso Roberto.

-Pero, poco a poco, fui añadiendo detalles ficticios a mis relatos, hasta que llegó un momento en el que sólo le contaba mis propias fantasías eróticas. Por ejemplo, después de acudir a una aburrida fiesta en un Colegio Mayor, yo le aseguraba que me había ofrecido sexualmente a todos los chicos allí presentes, o le describía toda clase de prácticas imposibles con los amigos de mis padres, ensuciando el buen nombre de aquellos entrañables señores... En fin, me encantaba atormentarle, y me excitaba convertirme en una depravada ante sus ojos. Había construido una realidad virtual que compartía con él, creando una especie de alter ego que cobraba vida durante cada confesión.

-¿Y cómo acabó todo? –quiso saber Cristóbal, visiblemente excitado.

-Un día, mientras le contaba otra de mis perversiones, escuché el sonido de un débil y rítmico chapoteo procedente del interior del confesionario, y entonces supe lo que hacía el viejo al escucharme. Esto espoleó aun más mis fantasías, por lo que acabó imponiéndome una nueva clase de penitencia, mucho más severa, a la que accedí encantada.
Se escucharon algunas risillas nerviosas.

-Lo cierto es que al principio sólo me obligaba a tumbarme sobre su regazo, y yo me levantaba la falda del uniforme para que me azotara las nalgas. Resultaba increíble sentir sobre mi vientre cómo se le ponía más dura con cada golpe…

-Pero él quería más, y tú también –concluyó Laura.

-Chupársela a un cura en el interior de una iglesia constituye, para católica practicante, el acto más obsceno que se pueda llegar a cometer –aseguró María, rememorando la escena-. Y comulgar inmediatamente después, rodeada de mis compañeras de clase, para ingerir la hostia con los restos de su semen aún en mi boca, me producía tal sentimiento de culpa que me muchas veces mojé las bragas durante la misa.

En el bar sólo se escuchaba el ruido producido por los dos camareros.

-El resto es historia, pero baste decir que a partir de entonces cada vez me ha resultado más difícil experimentar aquella morbosa sensación. Y eso me ha conducido hacia una continua búsqueda de nuevas experiencias, cruzando una y otra vez los límites de mis propias convicciones morales. Con el tiempo, he hecho realidad todas las fantasías que relaté a aquel pobre cura… y muchas otras más. Por pura perversión, le fui infiel a un hombre tras otro, de todas las formas imaginables, y más tarde disfrutaba contándoles cómo lo había hecho.

-Hasta que conociste a Pedro –supuso Laura.

-Si… y me enamoré de él –aseguró ella-. Entonces descubrí que ser infiel a la persona a la que amas resulta la más exquisita de las experiencias. Cada vez que observo lo distintas que son las facciones de mis dos hijos con respecto a las suyas, recuerdo cómo he hecho de él un cornudo. En definitiva, al contrario que Sandra, yo sí me considero una adúltera, y de hecho me encanta serlo. Me gusta sentir que le soy infiel a Pedro y, realmente, no me gustaría que él lo fuera conmigo: eso es algo que le tengo terminantemente prohibido.

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